martes, 10 de febrero de 2009

El Hombre Pez


Cuando vio llegar el barco fantasma, Tino supo que era un mal presagio. Sabía lo que sucedía cuando una enfermedad hacía presa en una tripulación. Por eso hacía tiempo que había renunciado a enrolarse en los barcos de largo recorrido. Hacer la ruta de las colonias podía significar mucho dinero para un marino, pero no le importaba tanto el dinero. Sin embargo recordaba muy bien el hacinamiento, la comida escasa y medio podrida, los latigazos y las enfermedades. Por eso viajaba en su barco ligero de vela, moviéndose por rutas de cabotaje, dónde el viento y la marea lo llevasen.

Aquella embarcación a medio camino entre una barca y un navío, de extraña forma y que podía ser tripulada por una sola persona, resultaba siempre extraña para los demás. Estaba hecha según la tradición de su pueblo. Su isla había sido devastada por un volcán cuando él era muy joven. Lo único que le quedaba de su tierra eran los recuerdos.

En realidad Tino no era su nombre. Su nombre resultaba impronunciable para las gentes de Mesalia, así que lo habían rebautizado como Tino. En cada lugar en el que se había quedado lo suficiente como para necesitar un nombre lo habían llamado con un nombre distinto. No le importaba mucho.

Tino era y sería siempre un extranjero allá dónde fuese. De extrañas costumbres y lengua desconocida, siempre sabía dónde buscar los peces, si venía calma o tormenta o en que dirección iban las corrientes. Conocía el mar como la palma de su mano. Eso creaba admiración y envidia entre los demás pescadores, pues a eso se dedicaba.

Pero lo que más les asombraba es que Tino podía “caminar en el agua”, es decir, sabía nadar. La primera vez que lo vieron nadar fue cuando rescató a un niño que había caído al mar. Se quedaron admirados, ese día fue un héroe. Pero no les parecía natural, las personas no están hechas para ir por el agua, les parecía una habilidad casi maléfica. Muchos lo llamaban con un mote malicioso: el hombre pez.

Tino se había quedado en Mesalia por la hija pequeña del boticario. Cuando la vio un día caminando por la playa se quedó prendado de ella. A ella le gustaba pasear por la playa y admirar el mar. Tino no dudó en acercarse y hablarle. Ella enseguida se sintió atraída por el muchacho. Le gustaba su acento exótico, el halo de misterio que lo rodeaba y las cosas que le contaba sobre lugares lejanos. Pronto nació un amor profundo y clandestino, que como todo secreto, conocía todo el mundo excepto el padre de la joven.

Ella le decía a él que sus cabellos olían a mar, y él le contaba cosas sobre su patria perdida, que en su mente se volvía cada vez más maravillosa, como un paraíso perfecto del que hubiese sido expulsado para siempre. Ambos veían juntos el atardecer sentados en la arena y la luna los sorprendía haciendo planes para huir juntos y navegar libres.

Cuando los horrores de la peste se desataron sobre Mesalia, Tino propuso que de verdad se marchasen. Pero ella no era capaz de abandonar a su padre y a su familia en aquellas circunstancias. Él entonces descubrió que no podía abandonarla a ella, a pesar de que su instinto le empujaba a marcharse. Cuando sitiaron la ciudad y destrozaron los barcos decidió que su destino quedaría unido al de la muchacha. Pero una mañana ella y toda su familia aparecieron muertos. El dolor golpeo a Tino, que no veía más que horror y muerte a su alrededor. Ya nada le unía aquella ciudad maldita. Caminó hasta la playa y entró en el agua.

Los que lo vieron aseguraron que se adentró en el horizonte hasta que el mar lo engulló. Corrió el rumor de que era un habitante del pueblo del mar y volvía a las profundidades de las que un día salió, huyendo de las pestilencias que había sobre la tierra. Quién sabe, tal vez tenía el corazón roto y se dejó morir a manos de su otro amor.

O simplemente salió de Mesalia nadando.
(Fuente: efimero)

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