sábado, 27 de diciembre de 2008

El Colibrí


Painemilla y Painefilu, eran dos jóvenes y bellas hermanas que vivían en las proximidades del lago Paimún.

Un poderoso jefe inca que se encontraba recorriendo la región, se enamoró de Painemilla y pidió a su padre la mano en matrimonio.

Varios días duró la ceremonia de bodas tras los cuales la pareja vivió feliz en un palacio de piedra. El tiempo pasaba y ambos se encontraban cada vez más enamorados.

Cuando Painemilla supo que esperaba un hijo, el jefe inca convocó a los sacerdotes de su corte para escuchar sus profecías. Vaticinaron mellizos. Que serían tan bellos como el sol y que un hilo de oro adornaría sus cabelleras desde el momento del nacimiento, pero también vaticinaron que algo quebraría la felicidad de la pareja.

Al acercarse el momento del nacimiento, el gran jefe tuvo que viajar al norte y pidió a su cuñada Paineflú, que acompañara a Painemilla.

Cuando Paineflú y Painemilla volvieron a encontrarse, al ver a su hermana tan feliz, tan enamorada y tan mimada por su nueva familia, la semilla de la envidia se apoderó de Paineflú. Al nacer los niños, hembra y un varon, tan lindos, tan sanos, tan alegres y con una hebra de oro adornando su cabeza, enloqueció. Encerró a los mellizos en un cofre y lo tiró a las aguas del lago. Dijo a su hermana que sus hijos no eran humanos sino perros y le entregó un par de cachorros para criar. Luego se sumió en un profundo y oscuro silencio. Atemorizada por sus actos, se llenó de miedos y empezó a temblar.

Painemilla no hacía sino llorar. Al llegar su amado esposo y ver los perros que tenía por hijos, la confinó a una cueva oscura y la desolación se apoderó de ambos.

Los mellizos en su cofre, navegaron por el lago y fueron hallados por un viejo mapuche que junto a su esposa los cuidó. Los niños crecían felices y saludables aunque jamás comían.

Un día, el inca entristecido salió a pasear por la orilla del lago, pensaba en su amada Painemilla, en la forma en que su felicidad se había perdido, en lo solo que estaba, cuando de pronto, unas risas infantiles llamaron su atención. Allí vio, un par de niños jugando, bellos como el trigo, con un hilo de oro en sus cabellos. Recordó la profecía y supo que eran sus hijos. Los abrazó y los llevó a su hermosa casa de piedra. Buscó a Painemilla para reconstruir la felicidad perdida.

Paineflú había sido descubierta, sabía que le correspondía un cruel castigo por su traición.

El inca tomó entre sus manos una piedra mágica, la elevó al cielo y dijo:

- Ayúdame señor a hacer justicia. Que todo tu calor traspase esta piedra y que en ella se ejecute el castigo a Paineflú.

La piedra se volvió transparente, se cargó de luz, se cargó de fuego, un rayo verde salió de la piedra y buscó a Paineflú. Donde ella estaba sólo quedaron cenizas… cenizas y un pequeño pajarillo, era el pinshá o colibrí que según las tradiciones mapuches presagia la muerte, vive inquieto y triste, como Paineflú, no se posa en ramas ni toca el follaje, tiembla de miedo como si esperase el castigo.

(Leyenda Inca)

miércoles, 24 de diciembre de 2008

Los Guardianes del Testamento

Corría el mes de diciembre de 1224. Cerca de la iglesia de San Miguel, en Breamo, once hombres rodeaban en silencio una hoguera que les calentaba y calmaba algo de la tremenda humedad que la lluvia provocaba. Eran gente madura, de armas por las lanzas y espadones que portaban, de iglesia por las cruces que orlaban sus blancas capas. Eran caballeros del Temple, templarios venidos del Oriente a los que sus maestres habían destinado a estas tierras del Finisterre. Habían sido luchadores contra musulmanes de Saladino. Habían sufrido derrota y habían huido contraviniendo las normas de su orden. Por eso estaban aquí.

Tenían como misión guardar esta humilde iglesia. Estaba aquí, en ninguna parte, aislada, solitaria. Inmensa en la riqueza que contenía. Aunque su aspecto no dejara adivinarlo. Su humildad externa era la mascara de su tesoro oculto.

Siempre fueron los canteros templarios maestros en el labrado de la piedra y artesanos del acertijo. Tenían, además de la misión de construir, la de anotar en las obras de piedra que componían los secretos que debían ocultar y luego transmitir. Eran sabios en cantería y maestros en misterios. Se decía de ellos que guardaban en sus cabezas los grandes secretos de los enormes tesoros de Tierra Santa y de los conocimientos sublimes de sus maestres.

Y esto guardaban los once. Los signos sagrados que decoraban esta capilla. Los que eran el testamento de la humillada orden, la derrotada, la que había pasado por la ignominia de saber perjuro a su Gran Maestre. Aquí se encontraba todo. La historia de lo ocurrido, la sabiduría que no lo impidió, el escondite de sus riquezas.

Se acercaba la noche y era de natividad. Carecían de todo estos monjes y guerreros. Solo tenían su soledad. Y la capilla que custodiaban.

Caídas las primeras sombras se refugiaron en su interior. Por las estrechas y altas ventanucas, mas aspiles guerreras que miradores, penetraba breve luz de estrellas. Miraron al rosetón sobre la puerta. Once puntas. Una por caballero. Así era desde que la construyeron. Por ella estaban allí once. Uno por extremo.

Poco a poco fueron mirando más y más a la roseta. Algo extraño ocurría en ella. No sabían bien que. Algo era diferente en esta noche navideña.

Al rato lo entendieron. Un poco por si mismo, otro poco por lo extraño, supieron que en esa noche la roseta no tenía once puntas. Eran doce. Una más. Un caballero más. Y lo había. En el centro de la nave, la humilde nave de San Miguel, un niño dormía apacible sobre las brezas ante el altar.

Y así permaneció toda la noche. Hasta las primeras luces del alba. Hasta que amaneció. En ese momento el rosetón volvió a tener once puntas y el niño desapareció.

Desde entonces, todas las noches de la Navidad, los que se aproximan a esta iglesia-capilla juran que el rosetón tiene doce puntas. Las cuentan y recuentan y siempre son doce. Hasta la mañana. Hasta el Alba. Entonces, vuelven a ser once.

Por eso, a los que así hablan, nadie les cree.

(Cuentos de la abuela ida).

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