sábado, 7 de septiembre de 2013

La Flor de Peonia

La princesa Aya debía casarse con el príncipe Ako. Las familias de los dos jóvenes habían decidido el matrimonio y todos los preparativos necesarios estaban hechos.
La tarde del día anterior a la boda, la princesa paseaba por su jardín, mirando melancólicamente aquellos lugares tan amados y familiares que debía abandonar para siempre, y amargas lágrimas brotaban de sus ojos y resbalaban por sus rosadas mejillas.
Al llegar a un rincón del jardín oyó un suspiro que respondía al suyo. Se volvió, e imaginad el asombro que sentiría al ver detrás una planta de peonías, que eran sus flores predilectas, a un hermosísimo príncipe envuelto en un manto de terciopelo, salpicado de peonías recamadas en oro. El joven miró a la muchacha con ojos dulcísimos y entreabrió sus labios con una sonrisa triste que penetró hasta el fondo del corazón de Aya; luego desapareció en forma misteriosa.
Profundamente turbada por aquel encuentro, Aya regresó muy despacio al palacio y dijo a su padre que por nada del mundo se casaría con el príncipe Ako, ya que solamente amaba al misterioso joven del jardín. El anciano príncipe, que adoraba a su hijita, mando a suspender la boda y destacó por todo el mundo caballeros y servidores en busca del desconocido joven, del cual se había enamorado su hija.
Los mensajeros escalaron montes escarpados, recorrieron inmensas llanuras, atravesaron ríos caudalosos y áridos desiertos, pero todo fue en vano; el misterioso joven no aparecía por ninguna parte. Todos tuvieron que regresar al castillo con las manos vacías.
Entonces el anciano príncipe, que era muy sabio, dijo a su hija:
-Querida niña, el joven que vieron tus ojos no es una criatura de este mundo, ya que si así fuera mis hombres lo habrían encontrado. Debe de ser el espíritu de la peonía, desde el momento que te apareció precisamente detrás de una planta de estas flores. Por eso, tu deseo es irrealizable; comprende que no puedes casarte con un espíritu. Mañana estará aquí el príncipe Ako y celebraremos la boda. He dicho.
Aya inclinó la cabeza en señal de obediencia; comprendía que su padre tenía razón y que no podía seguir obstinándose en aquel capricho. Empero, corrió al jardín para saludar por última vez a sus flores preferidas y , arrodillada junto a la planta de peonías, estalló en sollozos. Las lágrimas manaban a raudales de sus ojos y regaban la tierra. Bajo aquella benéfica rociada de lagrimas, una flor bellísima floreció, una flor como jamás viose otra igual.
A la mañana siguiente los invitados a la boda, al pasar junto a la plante de peonías, no podían dejar de detenerse y admirar aquella flor magnífica. Pero cuando, después de la ceremonia nupcial, volvieron a pasar por allí, vieron la espléndida peonía que yacía en el suelo marchita.
El corazón de la flor no soportó el dolor de ver a la princesa Aya esposa de otro, y se había roto.
 

El Rey que llegó del mar


Dinamarca llevaba mucho tiempo sin jefe y por eso nadie respetaba las leyes: los fuertes vivían a costa de los débiles y los pobres eran maltrataos y considerados como esclavos.
Un día los habitantes de la costa vieron avanzar por el mar un navío con velas escarlata, adornado con guirnaldas de flores alrededor de la borda, brillante de oro y piedras preciosas. El navío se detuvo al llegar a la playa, pero nadie descendió de él y su vela se plegó sola .Entonces acudieron los pescadores de las aldeas cercanas para contemplar aquel misterioso buque, pero nadie se atrevió a acercarse a el. Al día siguiente llegaron los campesinos de la comarca, enterados de la llegada del extraordinario velero, y se arremolinaron en la playa , contemplándolo llenos de inquietud. Por último, al tercer día llegaron los fuertes guerreros del país que, blandiendo sus formidables armas, asaltaron la borda del desconocido navío y subieron hasta el puente, lanzando terribles gritos de guerra. Allí, dormido sobre el puente, encontraron un niño :una corona de oro ceñía su cabecita y en torno a él se hallaban acumulados toda suerte de objetos preciosos, que constituían un riquísimo tesoro.
Estupefacto, los guerreros comprendieron que los dioses, benévolos, habían enviado aquella nave en signo de paz y como presagio de prosperidad y gloria .Se arrodillaron entones, alzaron en sus rudas y temblorosas manos al pequeño, y llevándole en un escudo, atravesaron la multitud aclamaste, conduciéndole hasta el lugar del consejo de Dinamarca, imponiéndole el nombre de Skiold, que en el idioma del país quiere decir “escudo”

Skiold fue, en efecto, el defensor de Dinamarca; pronto se hizo famoso por su bondad y espíritu de justicia. Terrible contra el enemigo sabia , en cambio , ser bondadoso con los débiles y los humildes y generoso con todos sus fieles, siendo así amado por todos. Los años pasaron veloces, trayendo a Dinamarca la paz y la prosperidad. Cuando Skiold , ya anciano , sintió que la muerte estaba próxima , convoco a sus guerreros y les dijo:
-Amigos, cuando mis ojos se cierren en el sueño eterno, llevaréis mi cuerpo al navío que me trajo hasta aquí y me abandonéis a merced de las olas. Yo me iré contento sabiendo que he cumplido mi misión en la tierra.
Cuando el rey murió , sus súbditos le ciñeron, la corona, le vistieron con sus más ricos ropajes, ciñeron a su costado la gloriosa espada, y levantándole en un escudo, lo llevaron en medio del gentío sollozante , hacia el mar.Llegados a la playa, subieron a navío y le dejaron en el puente; entonces, cada uno de sus súbditos, fue darle ultimo adiós a su amado soberano, ofreciéndole los más ricos presentes. Cuando, en torno al cadáver de Skiold, se reunió un verdadero tesoro, ofrende del reconocimiento de un pueblo por que el había hecho tanto, la vela escarlata se izó y el navío se hizo a la mar. Nadie supo nunca hacia que región navegaba se dijo que los dioses que lo habían enviado, lo clamaban ahora para ellos, más allá de las tinieblas e los mares desconocidos. Según la leyenda el buque surca las aguas misteriosamente.

La leyenda del Calafate

Se dice que cierta vez Koonex, la anciana curandera de una tribu de tehuelches, no podía caminar más, ya que sus viejas y cansadas piernas estaban agotadas, pero la marcha no se podía detener. Entonces, Koonex comprendió la ley natural de cumplir con el destino. Las mujeres de la tribu confeccionaron un toldo con pieles de guanaco y juntaron abundante leña y alimentos para dejarle a la anciana curandera, despidiéndose de ella con el canto de la familia. Koonex, de regreso a su casa, fijó sus cansados ojos a la distancia, hasta que la gente de su tribu se perdió tras el filo de una meseta. Ella quedaba sola para morir. Todos los seres vivientes se alejaban y comenzó a sentir el silencio como un sopor pesado y envolvente. El cielo multicolor se fue extinguiendo lentamente. Pasaron muchos soles y muchas lunas, hasta la llegada de la primavera. Entonces nacieron los brotes, arribaron las golondrinas, los chorlos, los alegres chingolos, las charlatanas cotorras. Volvía la vida. Sobre los cueros del toldo de Koonex, se posó una bandada de avecillas cantando alegremente. De repente, se escuchó la voz de la anciana curandera que, desde el interior del toldo, las reprendía por haberla dejado sola durante el largo y riguroso invierno. Un chingolito, tras la sorpresa, le respondió: "nos fuimos porque en otoño comienza a escasear el alimento. Además durante el invierno no tenemos lugar en donde abrigarnos." "Los comprendo", respondió Koonex, "por eso, a partir de hoy tendrán alimento en otoño y buen abrigo en invierno, ya nunca me quedaré sola" y luego la anciana calló. Cuando una ráfaga de pronto volteó los cueros del toldo, en lugar de Koonex se hallaba un hermoso arbusto espinoso, de perfumadas flores amarillas. Al promediar el verano las delicadas flores se hicieron fruto y antes del otoño comenzaron a madurar tomando un color azulmorado de exquisito sabor y alto valor alimentario. Desde aquél día algunas aves no emigraron más y las que se habían marchado, al enterarse de la noticia, regresaron para probar el novedoso fruto del que quedaron prendados. Los tehuelches también lo probaron, adoptándolo para siempre. Desparramaron las semillas en toda la región y, a partir de entonces, "el que come Calafate, siempre vuelve."

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