sábado, 7 de septiembre de 2013

La Flor de Peonia

La princesa Aya debía casarse con el príncipe Ako. Las familias de los dos jóvenes habían decidido el matrimonio y todos los preparativos necesarios estaban hechos.
La tarde del día anterior a la boda, la princesa paseaba por su jardín, mirando melancólicamente aquellos lugares tan amados y familiares que debía abandonar para siempre, y amargas lágrimas brotaban de sus ojos y resbalaban por sus rosadas mejillas.
Al llegar a un rincón del jardín oyó un suspiro que respondía al suyo. Se volvió, e imaginad el asombro que sentiría al ver detrás una planta de peonías, que eran sus flores predilectas, a un hermosísimo príncipe envuelto en un manto de terciopelo, salpicado de peonías recamadas en oro. El joven miró a la muchacha con ojos dulcísimos y entreabrió sus labios con una sonrisa triste que penetró hasta el fondo del corazón de Aya; luego desapareció en forma misteriosa.
Profundamente turbada por aquel encuentro, Aya regresó muy despacio al palacio y dijo a su padre que por nada del mundo se casaría con el príncipe Ako, ya que solamente amaba al misterioso joven del jardín. El anciano príncipe, que adoraba a su hijita, mando a suspender la boda y destacó por todo el mundo caballeros y servidores en busca del desconocido joven, del cual se había enamorado su hija.
Los mensajeros escalaron montes escarpados, recorrieron inmensas llanuras, atravesaron ríos caudalosos y áridos desiertos, pero todo fue en vano; el misterioso joven no aparecía por ninguna parte. Todos tuvieron que regresar al castillo con las manos vacías.
Entonces el anciano príncipe, que era muy sabio, dijo a su hija:
-Querida niña, el joven que vieron tus ojos no es una criatura de este mundo, ya que si así fuera mis hombres lo habrían encontrado. Debe de ser el espíritu de la peonía, desde el momento que te apareció precisamente detrás de una planta de estas flores. Por eso, tu deseo es irrealizable; comprende que no puedes casarte con un espíritu. Mañana estará aquí el príncipe Ako y celebraremos la boda. He dicho.
Aya inclinó la cabeza en señal de obediencia; comprendía que su padre tenía razón y que no podía seguir obstinándose en aquel capricho. Empero, corrió al jardín para saludar por última vez a sus flores preferidas y , arrodillada junto a la planta de peonías, estalló en sollozos. Las lágrimas manaban a raudales de sus ojos y regaban la tierra. Bajo aquella benéfica rociada de lagrimas, una flor bellísima floreció, una flor como jamás viose otra igual.
A la mañana siguiente los invitados a la boda, al pasar junto a la plante de peonías, no podían dejar de detenerse y admirar aquella flor magnífica. Pero cuando, después de la ceremonia nupcial, volvieron a pasar por allí, vieron la espléndida peonía que yacía en el suelo marchita.
El corazón de la flor no soportó el dolor de ver a la princesa Aya esposa de otro, y se había roto.
 

El Rey que llegó del mar


Dinamarca llevaba mucho tiempo sin jefe y por eso nadie respetaba las leyes: los fuertes vivían a costa de los débiles y los pobres eran maltrataos y considerados como esclavos.
Un día los habitantes de la costa vieron avanzar por el mar un navío con velas escarlata, adornado con guirnaldas de flores alrededor de la borda, brillante de oro y piedras preciosas. El navío se detuvo al llegar a la playa, pero nadie descendió de él y su vela se plegó sola .Entonces acudieron los pescadores de las aldeas cercanas para contemplar aquel misterioso buque, pero nadie se atrevió a acercarse a el. Al día siguiente llegaron los campesinos de la comarca, enterados de la llegada del extraordinario velero, y se arremolinaron en la playa , contemplándolo llenos de inquietud. Por último, al tercer día llegaron los fuertes guerreros del país que, blandiendo sus formidables armas, asaltaron la borda del desconocido navío y subieron hasta el puente, lanzando terribles gritos de guerra. Allí, dormido sobre el puente, encontraron un niño :una corona de oro ceñía su cabecita y en torno a él se hallaban acumulados toda suerte de objetos preciosos, que constituían un riquísimo tesoro.
Estupefacto, los guerreros comprendieron que los dioses, benévolos, habían enviado aquella nave en signo de paz y como presagio de prosperidad y gloria .Se arrodillaron entones, alzaron en sus rudas y temblorosas manos al pequeño, y llevándole en un escudo, atravesaron la multitud aclamaste, conduciéndole hasta el lugar del consejo de Dinamarca, imponiéndole el nombre de Skiold, que en el idioma del país quiere decir “escudo”

Skiold fue, en efecto, el defensor de Dinamarca; pronto se hizo famoso por su bondad y espíritu de justicia. Terrible contra el enemigo sabia , en cambio , ser bondadoso con los débiles y los humildes y generoso con todos sus fieles, siendo así amado por todos. Los años pasaron veloces, trayendo a Dinamarca la paz y la prosperidad. Cuando Skiold , ya anciano , sintió que la muerte estaba próxima , convoco a sus guerreros y les dijo:
-Amigos, cuando mis ojos se cierren en el sueño eterno, llevaréis mi cuerpo al navío que me trajo hasta aquí y me abandonéis a merced de las olas. Yo me iré contento sabiendo que he cumplido mi misión en la tierra.
Cuando el rey murió , sus súbditos le ciñeron, la corona, le vistieron con sus más ricos ropajes, ciñeron a su costado la gloriosa espada, y levantándole en un escudo, lo llevaron en medio del gentío sollozante , hacia el mar.Llegados a la playa, subieron a navío y le dejaron en el puente; entonces, cada uno de sus súbditos, fue darle ultimo adiós a su amado soberano, ofreciéndole los más ricos presentes. Cuando, en torno al cadáver de Skiold, se reunió un verdadero tesoro, ofrende del reconocimiento de un pueblo por que el había hecho tanto, la vela escarlata se izó y el navío se hizo a la mar. Nadie supo nunca hacia que región navegaba se dijo que los dioses que lo habían enviado, lo clamaban ahora para ellos, más allá de las tinieblas e los mares desconocidos. Según la leyenda el buque surca las aguas misteriosamente.

La leyenda del Calafate

Se dice que cierta vez Koonex, la anciana curandera de una tribu de tehuelches, no podía caminar más, ya que sus viejas y cansadas piernas estaban agotadas, pero la marcha no se podía detener. Entonces, Koonex comprendió la ley natural de cumplir con el destino. Las mujeres de la tribu confeccionaron un toldo con pieles de guanaco y juntaron abundante leña y alimentos para dejarle a la anciana curandera, despidiéndose de ella con el canto de la familia. Koonex, de regreso a su casa, fijó sus cansados ojos a la distancia, hasta que la gente de su tribu se perdió tras el filo de una meseta. Ella quedaba sola para morir. Todos los seres vivientes se alejaban y comenzó a sentir el silencio como un sopor pesado y envolvente. El cielo multicolor se fue extinguiendo lentamente. Pasaron muchos soles y muchas lunas, hasta la llegada de la primavera. Entonces nacieron los brotes, arribaron las golondrinas, los chorlos, los alegres chingolos, las charlatanas cotorras. Volvía la vida. Sobre los cueros del toldo de Koonex, se posó una bandada de avecillas cantando alegremente. De repente, se escuchó la voz de la anciana curandera que, desde el interior del toldo, las reprendía por haberla dejado sola durante el largo y riguroso invierno. Un chingolito, tras la sorpresa, le respondió: "nos fuimos porque en otoño comienza a escasear el alimento. Además durante el invierno no tenemos lugar en donde abrigarnos." "Los comprendo", respondió Koonex, "por eso, a partir de hoy tendrán alimento en otoño y buen abrigo en invierno, ya nunca me quedaré sola" y luego la anciana calló. Cuando una ráfaga de pronto volteó los cueros del toldo, en lugar de Koonex se hallaba un hermoso arbusto espinoso, de perfumadas flores amarillas. Al promediar el verano las delicadas flores se hicieron fruto y antes del otoño comenzaron a madurar tomando un color azulmorado de exquisito sabor y alto valor alimentario. Desde aquél día algunas aves no emigraron más y las que se habían marchado, al enterarse de la noticia, regresaron para probar el novedoso fruto del que quedaron prendados. Los tehuelches también lo probaron, adoptándolo para siempre. Desparramaron las semillas en toda la región y, a partir de entonces, "el que come Calafate, siempre vuelve."

viernes, 8 de marzo de 2013

La dama de los ojos sin brillo

 
La infanta Catalina de Austria, duquesa de Saboya recibió en Toledo una majestuosa fiesta en una noche que se hizo memorable en los anales de nuestra ciudad por el indudable porte de los asistentes a tan sonado festín…

A media noche, cuando aún resonaban las campanadas en el reloj del monasterio de Santo Domingo el Real, cercano a donde se realizaba el acto, uno de los nobles caballeros invitados al ágape, a la sazón consejero general de Finanzas y auditor de su Majestad don Sancho de Córdoba, presenció como una bella dama pasaba sigilosamente entre los grupos allí congregados.

Atraído por la belleza de la dama, y la fascinación que inspiraba, a ella se aproximó e invitó para acompañarle en el baile que en ese momento comenzaba. No recibía respuesta a sus palabras de elogio de tan bella mujer, a la que ahora guiaba. La sensación que emanaba era de una lividez extrema de su rostro que, incluso facilitaba la sensación de no pisar la maravillosa alfombra que adornaba el área destinado a la danza en tan bello palacio toledano.

Tras finalizar el baile, salieron al patio exterior, maravillosamente adornado con innumerables plantas, al estilo de cómo se hace en Toledo durante el Corpus, que no quedaba muy lejano, y de las que emanaban un frescor acompañado por el murmullo de una fuente central magníficamente realizada. Hacía cierto frescor nocturno y la dama no tapaba su generoso escote con alguna prenda de abrigo, por lo que él, puso su roja capa con noble broche de oro sobre los hombros de la dama, que caminaba sin decir palabra. Tan sólo, tras acoger la capa en sus blancos hombros profirió una queja, un lamento: “Qué frío”.

Llevó el caballero a la Dama dando un breve paseo hacia su residencia, y al llegar cerca del Miradero, la dama rompió su silencio de nuevo:

- Caballero, no de un paso más en mi compañía, pues de seguir a mi lado me haría una grave ofensa. Envíe al día siguiente a un criado a por su capa a la calle Aljibes, en la casa de la Condesa de Orsino.

El caballero accedió cortésmente con la esperanza de ser él mismo el que recogiera la capa.

La dama se perdió entre las sombras de la noche toledana, mientras él la veía alejarse lentamente, observando fascinado el suave caminar de ésta.
Durante la noche, no dejó el caballero de pensar en la intrigante y fría belleza de la dama. Pero lo que más le intrigaba era su mirada: sus ojos no tenían brillo.

Al día siguiente, dirigióse él personalmente en busca de la capa. El palacio estaba en una estrecha calleja en cuyo fondo se observaba una cruz. Llamó al enorme portón de madera y al poco se escucharon unos pasos y el descorrer de un pesado cerrojo tras el que se abrió un pequeño cuarterón de la puerta tras el que un anciano le preguntó qué era lo que deseaba. Preguntó por la dama, a lo que el anciano respondió que allí nadie vivía que respondiese a esa descripción, aunque permitió el paso del caballero, que fue recibido posteriormente por una noble señora enlutada, a la que refirió toda la historia acontecida la pasada noche. La dama le respondió que probablemente habría sido objeto de una pesada broma, puesto la dama a la que él hacía referencia, por la notable descripción realizada, era su hija y ya iba para dos meses que era muerta y enterrada.

El caballero sintió pesar por lo que creía una terrible equivocación, y cuál no fue su sorpresa que, buscando el salir de la casa, levantó los ojos y contempló un cuadro de gran tamaño que representaba a una dama exactamente igual a la de la noche anterior: el mismo rostro, el mismo vestido, el mismo anillo en su mano izquierda…

- Señora ¿quién es esta hermosa dama?
- La misma hija que por desgracia os dije que perdí.
- Pero… ¡si es la misma a la que yo anoche acompañé!
- Caballero, de nuevo ofendéis mi casa… Soñáis, acaso, o sois presa de alucinación, pues ya os dije que hace tiempo que falleció.

Como hechizado salió de esta casa y regresó a su palacio. Pasó dos días con terrible pesar, seguro de lo que había vivido aquella noche.

A la mañana siguiente, un hombre se presentó con la roja capa, que puso sobre los hombros de la dama aquella noche… Había reconocido al dueño de la capa por las armas del broche que portaba…

- ¿Dónde la hallaste? Preguntó con ansiedad el caballero.
- En el Campo Santo, junto a la tumba de la condesita de Orsino.

miércoles, 30 de enero de 2013

Mito del Emperador

Cuando nació, el Emperador de los Cielos lanzó a su hijo a un corral con nueve bebés y una sola loba que había perdido a sus cachorros. Llamó hijo suyo al niño que vivió y le lanzó a un corral con cinco niños y tres juguetes. Llamó hijo suyo al que tuvo los tres juguetes y le lanzó a un corral con cuatro muchachos y dos armas. Llamó hijo suyo al joven que vivió y le lanzó a un corral con otro joven y una princesa. Llamó hijo suyo al hombre que vivió y sin dejarle tocar a la princesa, lo lanzó al mar con sólo un tronco para que llevara su imperio a las tierras.

El hijo del Emperador maldijo a su padre, pues hubo de pasar muchas penalidades y a punto estuvo de perecer en muchas ocasiones, pero alcanzó con su tronco la isla de la Tierra. Cuando llegó, nada en él semejaba la figura de su Padre, pero portaba su misma esencia y este es uno de los Nueve Grandes Misterios. El despojo salvaje que alcanzó la isla, más bestia que persona, cazó, mató y se hizo fuerte. Y conoció que en la isla habitaban seres de figura semejante a la suya, incluyendo mujeres, por lo que empezó a asediar a unos y favorecer a otros y se formó una tribu donde se podían repartir los trabajos de bestia que le proporcionaban sustento.

Con los años la tribu se hizo poblado y los seres que la formaban eran ya menos bestias y más personas, aunque aun muy poco. El poblado, sin embargo era aún una gran bestia y asedió, de los seres que a su alrededor moraban, a algunos y a otros favoreció. Con esto sobrevivió y prosperó y se hizo con un reino. Y los que lo formaron pudieron ser personas y hablar y reír y pensar como personas, pero de forma muy diferente a las personas del Imperio de los Cielos y peor.

Con los años, el reino se hizo tribu de reinos y algunas de las personas pudieron pensar un poco como las personas del Imperio de los Cielos y soñar en cosas que no son y hacerlas ser y preguntar a las bestias qué las hizo bestias y qué hizo Cielos a los Cielos y qué personas a las personas y cómo es que las personas mueren y cómo pueden no morir. Pero las preguntas no tuvieron buenas respuestas, porque sólo pensaron un poco como las personas del Imperio de los Cielos.

Con los años, la tribu de reinos se hizo imperio de la isla. El emperador, hijo del Emperador de los Cielos, era ya viejo y veía su fin llegar y no quiso que llegase. Había aprendido a pensar mucho y pensó más y quiso responder a las preguntas que no tenían buena respuesta. Pensó bien porque había llegado al punto en que las preguntas tienen respuesta o muerte. Como siempre había vivido ante situaciones de respuesta o muerte, no le costó hacerlo bien entonces. Empezó a tener respuestas que llevaron a más preguntas sobre qué más islas habría y cómo sería el Imperio de los Cielos, del que nada recordaba. Y también pensó respuestas y las respuestas que pensó, vio que no eran y quiso hacerlas ser.

Poco después, el Emperador de la Tierra tuvo un hijo. Cuando nació, lo lanzó a un corral con nueve bebés y una sola loba que había perdido a sus cachorros, pues quería que aprendiese desde el principio a sobrevivir. Sabía que no valdría enseñarle cuanto en su Imperio había construido, sino que tendría que ponerle en el camino que le llevase únicamente a producirle a él mismo. Quería que su hijo conquistase otras islas para tener en ellas realidad de lo que había pensado y no era. Sabía que su hijo no se le asemejaría en figura cuando le expusiese a duras penalidades y sabía que le repudiaría, pero pensó que esa es la única manera de que su hijo fuese él y no como él.

Con los años, el Emperador había comprendido la Llave de los Nueve Grandes Misterios, y abandonó su nombre de Emperador de la Tierra para llamarse Emperador de los Cielos. Y el Emperador de los Cielos supo que su hijo había muerto y que su cuerpo había muerto, pero él no había muerto ni había muerto aun la figura de su hijo. El Emperador de los cielos lanzó a un muchacho salido de un corral a otro corral con otro muchacho y una princesa y al que salió lo lanzó al Mar de Estrellas para que llegase a otra isla, y nunca morirá.

Ulises Grant

Nephilim


Así que no sabes qué fueron o son, quizá, los Nephilim. Pues bien...
Según cuentan los padres ancianos a sus hijas soñadoras de cabello negro y ojos anhelantes en las noches de desértico verano, cuando Dios expulsó a los rebeldes de su paraíso, los ángeles amaron al hombre y le ayudaron a progresar.
Carentes, parecía, del amor del Creador, sólo hallaron consuelo en lo que más se le parecía y con hombres y mujeres concibieron una raza con toda la gloria del ángel y toda la pasión de Dios y el hombre. Fue una raza atroz de gigantes que se debatían entre furias y amores.
Los hombres y los ángeles los rechazaron y ellos mismos llegaron a odiarse. Entonces Dios, a la vez compadecido e iracundo con aquella aberración, engendró las bestias celestiales, que les dieron caza hasta su exterminio, guiadas por legiones de arcángeles. Después, las lanzó al Sheol, al cuidado del Esclavo Caído, donde esperan para actuar en la batalla de Armaggedon.
Pero cuentan las leyendas que las enamoradizas hijas susurran a escondidas de sus mayores que no cayó toda la sangre de Nephilim y, mezclados con la estirpe de la tierra, aún nacen y viven como humanos seres horribles y celestiales con toda la gloria y el mal en sus manos.
Toman el aspecto de personas incomprendidas e incomprensibles, víctimas solitarias del desarraigo.
Quién sabe de dónde venimos, ni si somos deseados, pero la soledad que me inunda de vacío en esta tarde feliz me está matando.

 (Ulises Grant)

La leyenda del dios roto




Cuenta una historia más antigua que el tiempo que los dioses estaban irritados por las continuas molestias y disputas que entre ellos provocaba el dios Bardo de la belleza. Seducía aquél a las diosas y encandilaba a las estrellas que, entre suspiros, se olvidaban de brillar.
Su perfecta belleza y encanto impedían a los dioses dar castigo al joven cantor, pues siempre conmovía el corazón del ofendido dios que contra él se alzaba. Decidieron los dioses calmar el orgullo y la arrogancia de su hermano desterrándolo de su gran morada. Para ello, pidieron al lucero del alba que se dejase atraer por sus cantos de alabanza y compartiese con el dios poeta un trago del lago de los sueños.
Así lo hizo el lucero, quedando enseguida prendado de la deidad. El dios y la estrella se reunieron junto al lago y quedó el Universo privado de su brillo. Dejóse amar el encandilado lucero y, bajo la argéntea mirada de la eterna Luna, compartió con el dios un sorbo del agua de los sueños, que une en sueños eternos a los amantes divinos.
Al otro lado del lago esperaban los dioses a que el agua encantada hiciese su efecto y que durmiesen el lucero y el dios bello para verse a salvo de su hechizo. Pero, cuando ya rozaban los ojos amantes los dedos del buen sueño, advirtió el lucero a los dioses y sus intenciones de privarle de su amado y llevarle al destierro. Saltó al aire y brilló con tanta fuerza que su destello llegó al Sol, intentando que no durmiese el artista celestial, mas ya el agua del lago hacía sus efectos y durmió el dios y cayó también durmiente, aunque resistiéndose, el lucero.
El Sol, desafiado, se acercó a batirse con el lucero, que caía presa del sueño y Luna madre, piadosa, contuvo al Sol con sus encantos para que no acabase con el astro indefenso. Desde entonces pugna Sol por acceder al lucero y el lucero hace sólo breves intentos por despertar con su brillo al dios durmiente, mientras Luna contiene al adversario y así se suceden días y noches entre intentos brillantes del lucero de despertar a la belleza.
Y así, ocurrido esto, los dioses discutieron durante muchos días y noches maravillados ante la durmiente hermosura de amaneceres, ocasos, días luminosos y noches plateadas que acababan de crear con el complot contra su hermano que reposaba. “Si alguno de ellos triunfase -pensaban- sería tan fuerte y orgulloso como nuestro hermano”. Decidieron los dioses así que no debía despertar y siguieron con su mal plan.
Para enseñarle la lección y borrar de su morada aquel orgullo, los crueles hermanos cortaron en pedazos al dios que soñaba y los esparcieron por todo el infinito para que no le extrañase ninguna estrella. Para hacerle aprender, además, obligaron a sus partes a soñar por todos los tiempos que eran alguna de las cosas que habitan bajo y sobre las estrellas.
Soñaron los fragmentos del dios a veces y otras tan sólo callaron; y se mezcló el dios con la materia. Soñaron con rocas, montañas, vientos y toda la Naturaleza y a veces soñaban con hombres y mujeres, con niños y poetas. Y en esos sueños de un dios roto llegó a la Tierra la belleza.
A veces uno de nosotros llora o siente, ríe o sueña sin dormir. A veces alguien escribe, pinta o canta, otro se enamora y aquel se lamenta en solitario. Son los fragmentos del dios los que lloran porque ya no está reunida toda la belleza. Son los fragmentos que hacen que nuestro corazón arrastre fuerte a la cabeza y nos haga querer amar a la Luna y las estrellas.
Grande era el orgullo del dios y mejor es que no aprenda, pues ya hay humanos humildes que se saben sin belleza y no es justo que la pierda el mundo debido a un dios que despierta. Aunque quizás eso no sea más que lo que aprende el soñador poeta: que es más hermosa entre sombras fragmentada la belleza que en un solo ser, cegadora y entera.
Cuenta esta antigua leyenda que todos tenemos del dios un poco de su conciencia. Si es así y resulta cierta, mantén tu alma despierta para oír los sentimientos de cualquiera, pues quizás no sean más que los sueños de un dios que sueña.

Ulises Grant.

domingo, 20 de enero de 2013

Fábula del unicornio



Cuando Noé vió el cuerno que sobresalía de la espesa crin en la frente, no dudó ni un instante sobre la identidad del animal que pedía humildemente ser aceptado en el Arca ante la inminencia del Diluvio.
Jamás había visto a un unicornio, pero los libros antiguos lo describían como un animal más bien pequeño, semejante a una cabra y de carácter huidizo; con un largo cuerno rematado en una afilada punta, parecido a ciertas especies de caracol no muy abundantes en estos días.
Cuenta la tradición que, finalizado el Diluvio y agotados los pájaros por el ir y venir a través de la tormenta y de la noche, Noé envió al Unicornio a comprobar si había bajado el nivel de las aguas. El unicornio se arrojó a la oscuridad y al tocar el líquido comenzó a hundirse. Ante la cercanía de la muerte rogó a un Dios por su vida. Éste lo transformó en un narval, dejándolo conservar sólo el cuerno como memoria de un pasado que desaparecía en el océano del tiempo.
En las noches claras, cuando el viento rompe el crepúsculo del agua en ondas oscuras, añora galopar bajo el vientre de una doncella desnuda con la luna como una pecera de fondo.
A veces atraviesa a algunos bañistas con su afilado cuerno buscando a Noé desde tiempos remotos.

(MariaL)

La Roca



Ibagué Hace cincuenta años estaba conformada por 3 barrios. Era una ciudad relativamente pequeña. Una de las tantas montañas que la rodeaba (Y aún la rodea), es La Martinica. Hoy en aquella montaña se puede observar una profunda depresión desde cualquier punto de la ciudad. Sobre esa depresión, existió una roca de cincuenta metros de altura, la cual identificaba a la ciudad de Ibagué en aquel entonces.

Esta historia de amor, describe a Sonia, una bella mujer rubia, de cuerpo esbelto, ojos claros y labios rojos quien además de ser la mujer más hermosa de Ibagué era la envidia de todas sus amigas y vecinas. Lamentablemente tenía un defecto…Su vanidad. Conciente de su belleza, presumía de ella, cargaba un espejo para confirmar cual hermosa era y despreciaba a los hombres que la pretendían. Se cuenta que a cada hombre, que se le aproximaba le exigía levantar la roca, para poder corresponder con su amor. Ninguno de ellos lo había logrado y no había quien fuera capaz de tal hazaña.

Por otra parte Ignacio, un hombre delgado de apariencia humilde, poeta, loco y enamorado, amaba a Sonia desde el primer día que la vio, pero su cobardía le impedía acercarse a ella.

Cada atardecer, Ignacio iba al parque de Belén, se sentaba en la banca que daba justo al frente del balcón de la casa de Sonia, para escribirle poemas de amor. Su musa, desde su balcón, miraba hacia la roca, contemplando el crepúsculo y fingiendo que percibía su presencia, pero sufriendo por no estar a su lado.

Sin embargo fue un domingo, luego de salir de la iglesia, cuando Sonia por primera vez se encontró de frente con Ignacio. Ninguno de los dos podía ocultar lo que sentía; ella se quedó sin palabras mientras él temblaba, los dos se miraban a los ojos, sus miradas penetraban sus almas, almas que de repente se fusionaron en un solo beso apasionado…Una vez terminó aquel beso, el silencio se apoderó de sus entrañas, y fue ahí cuando Sonia quiso hacer alarde de su vanidad y con un “¡esto no puede ser!” trató de destruir lo que Ignacio en segundos había construido.

- Ignacio, ¿tu me amas?
- Como nunca a nadie había amado, Sonia.
- ¿Y por mí harías cualquier cosa?
- Por ti bajaría el firmamento si es necesario.
- Entonces quiero que levantes la roca. Solo cuando la levantes seré tu amor.
- Te juro por lo más sagrado que tengo, que es el amor que siento por ti, que levantaré la roca y conquistaré tu corazón.

Ignacio se encerró en su casa durante mucho tiempo, empezó a hacer ejercicio para fortalecer su cuerpo y cambió sus hábitos alimenticios. Todos en el pueblo se habían enterado del juramento que Ignacio le hizo a Sonia y esperaban el momento en el que subiera a La Martinica y levantara la roca.

Dos años después Ignacio salió de su casa, ahora el poeta era el hombre más fuerte de Ibagué, atrás había quedado esa apariencia humilde, ahora iba en busca de un sueño. Empezó a subir la montaña y tras él todos los habitantes de Ibagué, todos menos Sonia. Ella estaba en su casa, mirándose al espejo y contemplando su figura que era su todo pero a la vez no era nada. Ignacio miró a su alrededor, la gente esperaba el acontecimiento que cambiaría la historia de Ibagué. Él suspiró, se ubicó frente a la enorme roca, la tomó con sus fuertes brazos, inclinó sus piernas y trató de levantarla, pero perdió la concentración y falló.

Desde aquel día todos se burlaban de él. Aquel hombre enamorado no perdió la esencia y decidió a prepararse haciendo un mayor esfuerzo. Tuvieron que pasar cinco años más para que Ignacio lo volviera a intentar. Esta vez era mucho más fuerte, más frío y talvez más osado. No le avisó a nadie, caminó pausadamente y se encontró de nuevo frente a la causante de su infortunio. Para su sorpresa, los habitantes de Ibagué se encontraban una vez más a su lado. Algunos regresaron porque creían en él y otros porque de nuevo querían verlo fracasar.

Esta vez se sentía más seguro de sí, más aun cuando en el horizonte divisó la silueta que se aproximaba a él y que conforme se iba acercando se hacía más hermosa. Nadie se lo esperaba, pero de un momento a otro Ignacio empezó a mostrar una poderosa ira, ímpetu de guerrero, intensa rabia que le generó una descomunal fuerza, la cual fue suficiente para desprender aquella roca de su base y lanzarla a kilómetros de distancia…

Hubo un silencio abismal. Acto seguido, Ignacio muy lentamente se dirigió a ella.

-No me digas nada…Ya se que tu no me amas. Nunca lo hiciste. Lo supe en el momento en el que como una estrella fugaz, llegaste a este lugar a observar mi fracaso. No me amas, porque el amor verdadero, no exige, no pide nada a cambio, simplemente se entrega de la misma forma como el rocío alimenta la rosa de la mañana…

Fueron sus últimas palabras. Descendió La Martinica y nadie volvió a saber noticias de él.

Cincuenta años después, se puede ver hoy, cada atardecer, en algún balcón de Belén, a una anciana llamada Sonia, quien mira hacia La Martinica para recordar al único hombre que ha amado, pero que por su vanidad, nunca pudo tener.


(Hericuento)

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