Cuentan que una estrella, perdida en el universo, había dejado de brillar desde hacía mucho. El frío del espacio había cobrado su precio.Sin combustible, se dedicó a vagar por el infinito, en busca del calor perdido. A pesar de haberlo consumido casi por completo, la luz que desprendía, de un azul triste, era capaz de atravesar los corazones. Fue así que un día pasó por un planeta, tan parecido a ella desde el espacio, que decidió quedarse a pasar un tiempo en él. Se prometió no ver jamás el rostro de ninguno de sus habitantes, y no mostrar el suyo nunca. Lo único que haría sería elevar su tristeza en un canto eterno, inmortalizado en papel.
Cuentan que un ave de rostro adusto vigilaba la vida desde la montaña. Tenía fama de rapaz, depredadora, fría y sin corazón. Cientos de polluelos habían aprendido el arte de la caza, del buen decir, del volar alto y con elegancia, pero a pesar de la inmensa labor, el ave estaba sola... prefería estarlo. Hacía mucho tiempo había amado, había conocido las mieles de una sonrisa, la sal del llanto del corazón. Por ello, había jurado no amar más, pero el sabor amargo de sus nuevas lágrimas la preocupaban de vez en cuando. Ella pensaba que era normal, que debía habituarse.
Cuentan que un día, tanto la estrella azul como el ave adusta, supieron de la existencia, en tierras lejanas, de un lugar donde un hombre, aparentemente santo, se dedicaba a cuidar un jardín hermoso, lleno de color y aromas atrayentes. Ambas emprendieron un vuelo, cada una por su cuenta y en su propio tiempo, para investigar.
Al centro de un pequeño jardín, donde convivían el mar, la risa, el llanto, el dolor, el amor y el desamor, la hermandad y la tristeza, el pleito barato y la basura, todas ellas en forma de flor, encontraron al hombre.
Éste se dedicaba a recibir a quien quisiera visitar su jardín, explicándoles siempre las extremas bondades de las flores bellas, y las bondades escondidas, medicinales y alucinantes de las aparentemente feas.
Apenas escuchar las explicaciones de aquel hombre, ambas decidieron quedarse durante un tiempo indefinido. Ante su mirada atónita, el hombre les asignó un lugar en el jardín, las presentó con las demás flores, y les preguntó si querían ser flor o deseaban permanecer así.
El ave no contestó. Erizó sus plumas hermosas en señal de negativa, y dijo al hombre que prefería callar y esperar. La estrella, en cambio, sin una palabra, abrió sus brazos y de ellos se comenzaron a derramar todas aquellas tristezas que había acumulado durante eones.
El hombre, triste por ambas respuestas, se siguió dedicando a cuidar cada planta de su jardín, dedicándole todo su amor a cada una, fueran hermosas o aparentemente feas.
Sin embargo, el hombre se giraba de vez en cuando a mirar a sus dos nuevas visitantes. Una seguía observando, con gesto frío y mirada fija. La otra, continuaba desparramando sus tristezas.
El hombre se dedicó a coleccionar cada uno de los gestos del ave, y a recoger cada una de las tristezas del planeta. Un día, el ave de pronto alzó el vuelo y se alejó rumbo al este, volviendo al otro día, ante la mirada extrañada de todos los habitantes del jardín, con un poema entre las garras.
Posándose en un árbol leyó, y un rayo de luz atravesó el corazón del hombre. El poema, supo después, había sido compuesto para el maestro y padre del ave. Era un canto de tristeza por no tenerlo ya, pues el padre había muerto hacía tiempo, y el ave había acudido, como siempre, al llamado de la tumba natural de su siempre protector y guía padre.
El hombre pensó entonces:
"A pesar del rostro y de las garras afiladas, el ave es hermosa. Su plumaje es brillante, su cabeza orgullosa... y al abrir las alas, de gran envergadura, deja ver toda su magnificencia. El ave es buena. El ave ama. Amo al ave."
En otra ocasión, poco después de la llegada del planeta, éste arrojó entre sus tristezas una especial. Era un mensaje donde el planeta anunciaba la búsqueda de la felicidad, describía el perfil de los candidatos y esperaba algún día encontrar quien atendiera a su llamado.
El hombre pensó entonces:
"La estrella es hermosa. Su tristeza alcanza mi alma, pero no consigue enfriarla, a pesar de la escarcha. Sus tristezas pueden sanar. Si me dejara... No soy quizá quien busca, pero he de intentar darle algo de calor. Amo a la estrella, porque la estrella no tiene amor que le ame. Yo la amaré, porque el corazón me lo dicta así."
Y así el hombre se dedicó a alimentar al ave. Siempre le dedicaba su amor con el anhelo de hacer que el ave le regalara un poema más. Sin embargo el ave, aunque complaciente con la aparente necedad del hombre, apenas leía algún verso, apenas aventuraba palabra que no fuera de vigilancia, de complacencia o de contrariedad.
La estrella era diferente en cuanto a su forma de actuar. A veces parecía acercarse al hombre, brillar un poco más, dejar de producir escarcha... pero las pocas veces que algún adelanto se lograba, el hombre entonces era requerido por alguna de las plantas que había dejado abandonada, y que sin hablar, el hombre entendía que debía el cuidado a todas, y sobre todo, la atención y el amor total a aquellas que habían llegado al jardín antes que el ave y la estrella.
Entonces la estrella se retiraba, cada vez más apagada, tiritando de frío, y pocas veces abandonó el jardín. En las ocasiones que lo hizo, el hombre intentó siempre por todos los medios convencerla de que, si ella, el jardín no sería lo mismo.
Muchas veces el hombre logró su objetivo él solo, pero las últimas veces, sin que el hombre lo supiera, algunas de las flores del jardín, que veían el sufrir de la estrella, le cantaban y la arrullaban, pidiéndole que regresara.
La estrella, sea por el hombre o por las flores, siempre regresó.
Un día, el ave dio al hombre una probada de su enorme corazón, y el hombre quedó tan prendado, que comenzó a intentar aprender a volar. El ave, siempre cariñosa pero sin abandonar del todo su dureza, dio al hombre las primeras lecciones, y la más importante fue:
"Tú no eres ave, eres hombre. Sin embargo, podrás volar algún día, siempre y cuando tus objetivos en el firmamento sean claros, tus destinos sean precisos. Volar por volar e ir de nido en nido es peligroso. Hay cazadores que pueden dañarte, y puedes encontrar nidos que no puedas llenar, o que estén vacíos."
Fue así como entre ave y hombre se fue creando un vínculo de amor difícil, si no imposible, de romper.
Un día, el hombre, que se había pinchado el dedo hasta sangrar con una espina de una de las flores más bellas del jardín, sintió un dolor inmenso que le recorría el brazo y le congelaba el corazón.
Al sentir tal frío, acudió a la estrella y le pidió calmara la sensación de nieve dentro de su pecho.
El sabía que la estrella había sido descuidada muchas veces, y sabía que esta vez sería más difícil lograr una comunicación con ella. La estrella, sin embargo, miró al hombre con ojos piadosos, y le abrió de nuevo su corazón.
Ambos iniciaron una comunicación cada vez más bella. El hombre, que ya había aprendido a volar un poco, sintió la necesidad de saber de dónde venía la estrella, y la estrella señaló al sur.
"Allí está mi casa terrena", dijo. "En ella siempre encontrarás a una amiga."
"Pero yo quiero amarte", decía el hombre, cuyo corazón estaba ahora tibio y confortable. "Déjame que intente detener tu eterno penar por los fríos rincones del espacio."
Mas la estrella, como única repuesta, emprendió el vuelo hacia el sur, no sin antes decir al hombre:
"Si realmente lo deseas, algún día llegarás a mi hogar, donde tres pequeños luceros comparten mi existencia. Tanto ellos como yo te esperamos. Sé feliz."
Y se alejó sin decir más.
El hombre decidió aprender a volar mejor, para poder llegar al hogar de la estrella. Acudió con el ave por ayuda.
Sin embargo, el ave le dijo, con inmenso cariño:
"Te he enseñado cuanto un hombre como tú puede aprender. Vuela si gustas, sólo el corazón puede guiarte ahora. Ve, hijo mío, y encuentra a tu estrella, sea cual sea, pero sé feliz. Yo, no puedo hacer más que mirarte partir."
Cuenta entonces la leyenda que el hombre inició al fin, un día de diciembre, el vuelo hacia el hogar de la estrella azul. Hasta ahora, nadie sabe si logró llegar o no, si la estrella pudo al fin recuperar su combustible, si los tres luceros brillan en su firmamento o no.
Lo que cuentan unos pocos testigos, es que mientras el hombre emprendía el vuelo, un ave enorme y hermosa lo acompañaba en la distancia, vigilándolo de cuando en cuando, y advirtiéndole de los cazadores.
(Fernando Acevedo Osorio)
Prefijos en el amor
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La culpa fue de los prefijos. Dejamos que se fueran posando en algunas
palabras de nuestro idioma, y acabaron adueñándose de lo más íntimo del
dicciona...
Hace 3 meses
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