Quien desde los alrededores de Coquimbo mire los cerros que se elevan hacia el lado de Ovalle y se entretenga en recorrerlos con la vista, advertirá que, al llegar a Las Cardas, el perfil de aquellas elevaciones del terreno se aparta de su natural regularidad y describe dos figuras de proporciones colosales: la de una mujer tendida de espaldas y la de un hombre que se inclina en actitud acariciadora.
Los viejos de los contornos aseguran que aquel grupo eternizado en piedra sobre los cerros es el recuerdo de una vieja y dramática historia de amor.
Cerca de Tamaya, según cuentan, vivía entonces una buena familia, a la que pertenecía una joven, casi una niña todavía, linda como una flor. Todos los mozos la pretendían, pero ella, quizá porque no habían brotado aún en su alma las inclinaciones y sentimientos propios de la mujer, no hacía caso a ningún pretendiente y seguía entregada a entretenimientos y diversiones infantiles.
Pero un día, un día fatal para aquella dichosa familia, llegó a la casa un desconocido en demanda de trabajo, y tuvieron la desafortunada idea de emplearlo.
Era un hombre vulgar y de facultades nada extraordinarias para las faenas que se le encomendaron. Más que de trabajar, gustaba de contar sucesos acaecidos en diversos lugares. Nunca hablaba de sí mismo. Pero como en los pueblos no se resignan a ignorar la vida de las personas que en él residen, al poco tiempo de estar allí ya se había averiguado, o imaginado, la del desconocido. Se empezó a decir que era un vagabundo, que estaba envuelto en una historia muy oscura.
La mirada y la voz constituían las dos únicas notas singulares del extraño personaje: una mirada penetrante y dura, con quiebros cariñosos, y una voz que encantaba los campos con sus cantos.
Aquel aventurero audaz y mundano empezó por entretener a la niña con sus maravillosos relatos y terminó por despertar en ella las inquietudes propias de una mujer. En poco tiempo, un cambio radical se desató en el carácter de la muchacha.
Su padre, que no era hombre lerdo, se dio cuenta en seguida de la transformación. La niña alegre y zalamera se había convertido de pronto en una mujercita tristona y huidiza.
Pronto fueron descubiertas también las causas de aquella variación, que es muy difícil que el amor pueda estar oculto mucho tiempo. Y toda la felicidad se alejó de aquella casa.
El padre, hombre enérgico, adoptó la resolución más tajante para cortar las odiosas relaciones, y despidió al forastero sin más.
Pero ya se sabe cuál suele ser el triste resultado de las oposiciones paternas. La pequeña hoguera se convirtió en incendio incontenible. La joven no podía vivir ya sin el amor de aquel hombre, de aspecto vulgar, pero de conversacion cautivadora. Y una noche tras ponerse de acuerdo con él, abandonó su casa.
Por caminos extraviados y penosos, trataron de alejarse, oculta y rápidamente. Pero el forastero no conocía muy bien los caminos, y la joven, con la emoción y su debilidad, se cansó pronto. Dieron tiempo a que se percibiera en la casa su desaparición y se saliera en su busca.
Cada vez era mayor el cansancio y menos lo que avanzaban. No tardarían en ser alcanzados por los perseguidores. En el silencio de los campos ya se les oía aproximarse.
Viéndose agotada y perdida, la joven ya no pudo dar un paso más. Se dejó caer sobre la hierba y mientras le tendía los brazos a su amado, le dijo:
- Es imposible continuar. Ámame aquí a la luz de las estrellas y muramos unidos.
Con el primer beso, sobrevino una gran conmoción en la tierra, como si un poderoso volcán la removiera, y al día siguiente, el aspecto de aquel lugar apareció completamente transformado: en el filo del cerro, Dios había convertido a los amantes en estatuas y los había unido así para la eternidad.
Prefijos en el amor
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La culpa fue de los prefijos. Dejamos que se fueran posando en algunas
palabras de nuestro idioma, y acabaron adueñándose de lo más íntimo del
dicciona...
Hace 3 meses
1 comentarios:
Un blog maravilloso. El diseño, las leyendas y la música...crean un ambiente mágico y único.
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