viernes, 22 de enero de 2010

La Princesa Fragante

El poderoso Qianlong, Hijo del Cielo, Emperador de China, esperaba en el salón del trono de la Ciudad Prohibida el regreso de sus generales, quienes le habían hecho llegar noticia de sus victorias y deseaban ofrecerle el valioso botín que habían conseguido.


Qianlong estaba acostumbrado a recibir cuantiosas fortunas; joyas y sedas, mármoles labrados y maderas preciosas, excelentes caballos y mil otras riquezas, pero esta vez, además de todo eso, sus generales pusieron ante sus ojos una muchacha de tan extraordinario porte y belleza que el emperador inmediatamente se enamoró de ella.



Qianlong preguntó el nombre de la joven y sus generales le dijeron que nunca habían conseguido que dijera ni una palabra y que la llamaban la Princesa Fragante porque la joven parecía estar envuelta en un perfume tan seductor que todo el que se le acercaba quedaba hechizado.

Así pudo constatarlo el Emperador cuando se aproximó a ella y ordenó que fuera con ese nombre con el que se la conociera desde ese momento.
Los días que siguieron fueron un tormento para el Emperador que había concebido un profundo amor por la princesa. Le rogaba que accediera a sus demandas y la joven movía la cabeza en un gesto constante de negación. No. No. Ella siempre decía no y Qianlong no prestaba atención a nada que no fuera la consecución de su amor.


La madre del Emperador se enfureció. ¿Quién creía que era esa extranjera para rechazar al Hijo del Cielo? ¿Acaso pensaba que podía hacer tambalear el Imperio con sus desprecios?
Una noche en que oyó como su hijo se lamentaba y lloraba a causa de una nueva negativa de la princesa, decidió que ya era suficiente y ordenó a sus eunucos que sacaran a la joven de su aposento y la ahorcaran en un árbol del jardín.

La orden se cumplió y al amanecer los llantos y gritos de las criadas despertaron a Qianlong. Con un terrible presentimiento corrió al jardín sólo para confirmar el horror que imaginaba. La Princesa Fragante yacía muerta sobre los cojines de seda donde la habían colocado las doncellas. Sólo su perfume continuaba, vivísimo, dando testimonio de su paso por el mundo.

Dicen que la persistencia de ese perfume en Palacio acabó volviendo loca a su asesina y dicen también que el Emperador nunca amó a ninguna otra mujer.

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