sábado, 21 de febrero de 2009

La Casa de las Lágrimas

Frente a la puerta del sol de la iglesia parroquial, todavía existe en Pedroche un viejo caserón de portada de granito oscurecida por el tiempo. Es la Casa del Judío, la Casa de los Duendes o la Casa de las Lágrimas. Y es a finales del siglo XV cuando habitaba en ella un judío expulsado de Córdoba a quien los naturales de la villa llamaban "Malogrado".

Era tanta la miseria de aquellos tiempos que difícilmente podían los cristianos recuperar los vestidos y alhajas empeñados como prendas a cuenta del dinero que "Malogrado" les prestaba. No sin razón comenzó a llamarse aquel lugar "Casa de las Lágrimas" por las muchas que hombres y mujeres vertían al no poder desempeñar sus ajuares.

A pesar de su riqueza, "Malogrado" murió un invierno cualquiera en la más completa
soledad. Mientras su hijo Moisés y su nieta Ester, en un largo camino, habían acudido a Toledo, el Concejo de la villa encontraba a "Malogrado" moribundo en el frío suelo del oscuro sótano de la casa. Era Ester una joven de dieciséis años, alegre como sus primaveras, de ojos azules y piel de blanquísimo alabastro. Sus cabellos rubios y abundantes, eran otras tantas llamadas a los mozos casaderos que no cesaban de cortejarla. Y era Agustín, el hijo del campanero, quien puntualmente le dedicaba cada noche sus mejores serenatas.

Era Moisés, por el contrario, un hombre amargado porque, creyendo encontrar la
fortuna de su padre, sólo encontró, a su vuelta de Toledo, una casa destrozada y saqueada por quienes habían sido deudores de "Malogrado". Como buen judío Moisés no se amilanó ante la desgracia. Ejerciendo el oficio de guarnicionero volvió a crearse una modesta fortuna suficiente para pasar honradamente sus días. Llenaba Ester de alguna manera el corazón martirizado de aquel padre tan castigado por la adversidad.
También Débora, su bellísima esposa, había muerto joven cuando Ester apenas contaba dos años.
Un grupo de judíos, amigos de Moisés, cuchichean indignados como si una nueva
maldición pesara sobre los de su raza. Ester, la gloria del barrio judío, honor y alegría de su padre y de cuantos la conocen, despreciando a los de su raza, está enamorada del joven Agustín. Por encima de su religión y de su pueblo, está dispuesta a recibir las aguas del bautismo y poder así contraer matrimonio cristiano.
La indignación y la rabia conmueve a todas las familias judías. Es intolerable que un
"perro cristiano" se despose con la flor de la estirpe judía. Y es necesario tomar medidas precisas. Ni las lágrimas de Moisés, ni las recomendaciones del anciano rabino hacen desistir a la bella Ester de la decisión tomada.

Sobre el Calvario, a unos pasos del Torreón que siempre sirvió como puerta de la villa,todo el ghetto judío se ha reunido con trajes de gala. En medio del silencio de la noche un gran corro de jóvenes y ancianos recogen piedras que van lanzando con furor sobre el cuerpo exánime de Ester. Su túnica blanca, salpicada de manchas rojizas, da testimonio de bautismo de sangre que acaba de recibir. Condenada por el Consejo de ancianos, su muerte quiere significar el escarmiento para otras jóvenes judías ante los halagos y solicitudes de los muchachos cristianos.

Aquella noche Moisés, el padre exasperado, creyendo encontrar la satisfacción de la
venganza ante la hija rebelde ya sacrificada, sólo sintió una terrible soledad que con sus garras frías se fue apoderando de su corazón desgraciado.

En el lugar del martirio, brotó un rosal extraño cuyas hojas, dice la tradición, despedían un vivísimo fulgor antes del amanecer. A este rosal se acercó Agustín, provisto de un azadón, deseoso de trasladar al jardín de su casa aquella planta que tan íntimos recuerdos despertaban en él. Al primer azadonazo, los pétalos de las rosas se iluminaron y las corolas semejaban lámparas encendidas. Las hojas brillaron con más fulgor y todo el rosal se convirtió en una ascua gigantesca. Al mismo tiempo desde la planta un suspiro, mitad alarido de dolor, mitad anhelo de deseos insatisfechos, se dejaba oír con toda claridad.

Los huesos de Ester se juntaron con orden, unos con otros, se pusieron de pie y se
revistieron de carne. Apareció la joven en todo su esplendor con una belleza deslumbrante. Se acercó al joven lentamente, le tendió sus brazos y al darle un beso desapareció su luz. Su esbelta figura, convertida de repente en un montón de pavesas fue deshecha y dispersada por el viento.

Y dicen los viejos que a la mañana siguiente, con más pena que nunca, las campanas
de Santa María estuvieron doblando por el alma de Agustín.

miércoles, 18 de febrero de 2009

El Enano y la Felicidad

Cuenta la leyenda que un inquieto enano llegó un día a un aldea remota. En aquellos confines del mundo no estaban acostumbrados a tener visitantes, así que, el pequeño ser causó muchísima expectación.

-“¿Qué haces aquí?”- dijo uno de los ciudadanos.

-“Verás…Tras muchos años de entrenamiento, tengo la capacidad de dar felicidad a las personas y de hacer que cualquiera que me rodee experimente una alegría inmensa. Eso sí, esta felicidad, no dura más que unos segundos…

-“¡Sí”, “¡Venga ya!”, “Es increíble”-murmuraban todos convencidos de que, con el enano ahí, jamás serían desdichados.

-“Durante los dos últimos años”-continuó el enano-“he recorrido el mundo haciendo sentir a las personas, a algunas incluso por primera vez, lo que es la felicidad.

-“¡Por favor, házmelo sentir a mí!”-dijo uno-.

-“Y a mí”-dijo otro-.

Y así, el enano comenzó a hacer una demostración a los habitantes del pueblo. Con sólo mirar a los ojos de alguien, conseguía disipar todas sus preocupaciones, que su ceño dejase de estar fruncido, que no tuviese miedo, y que se sintiese capaz de arriesgarse a elegir su vida.

Durante días y días, lo fue haciendo con todas las personas del pueblo, cada vez que se cruzaba con alguna. Sin embargo, tras esos mágicos segundos, todo se desvanecía. Y esas personas se sentían aún peor que al principio. Lo que les llevaba a estar constantemente buscando al enano y reclamando sus favores.

La insatisfacción se fue tiñendo de rabia y cólera hacia el enano de tal manera que, un día, salieron a buscarle para destruirle. El enano estaba tan débil por todo el trabajo que le habían dado que no consiguió huir. Tras matarlo, para asegurarse de que no pudiese volver jamás lo cocinaron y se lo repartieron como pudieron. Comiéndose, cada uno, un trocito muy pequeñito.

Y…cuenta la leyenda, que el enano, lejos de desaparecer, se quedó. Decidió quedarse para seguir dándoles instantes felices. Pero de un modo tan ocasional y tan fugaz, que sólo les serviría para evocar una sensación que nunca tendrían. Así hasta que el pueblo desapareció.

Y cuenta la leyenda también que…hasta nuestros días, el enano está en cada uno de nosotros. Sus ojos, los ojos de nuestra alma, se posan en los ojos de los otros, pues su mirada ha encontrado una manera de salir. Nuestra sonrisa. Cada sonrisa son segundos de felicidad, propia y ajena, que podemos conseguir cuantas veces queramos, gracias a que un enano tiene los ojos en nuestro corazón.


(De la web: La Página de los cuentos)

domingo, 15 de febrero de 2009

La Puerta del Sueño


En la Granada mora existía un anciano rey llamado Aben Habuz. Durante toda su vida fue un valiente guerrero y obtuvo grandes tesoros, pero con la vejez, también se le calmó la ansiedad por nuevas riquezas. Así se dedicó a custodiar su tesoro de los jóvenes guerreros Cristianos pues temía perder sus riquezas.

Un buen día llegó procedente de Egipto un mago árabe llamado Ibrahim. Éste conocía todos los secretos de la ciencia (incluido el de la vida eterna) porque poseía el "Libro de la sabiduría" que le había dado Dios a Adán al echarlo del paraiso.

El mago se ofreció a crear un invento con el cual podía conocerse cuándo iban a atacar los enemigos. Ibrahim creó un curioso tablero de ajedrez donde se encontraba un jinete con una lanza; cuando el jinete apuntaba a algún sitio significaba que se acercaba un ejercito por ahí, y entonces en el tablero aparecían unas figuras de ajedrez, que representaban la imagen del enemigo.

El mago incitaba al rey a que derribase las figuras y entonces así mataba al ejercito enemigo. Por este trabajo, Ibrahim pidió que se acomodase una cueva de la montaña con lujos y con bailarinas que lo animasen mientras elaboraba sus artes.

Así llegó a gastar la mitad de la fortuna del rey. Pero Aben Habuz aceptó y disfrutaba con el juego de ajedrez matando enemigos.

Pero un buen día el jinete del ajedrez apuntó a un lado del mimo que representaba un valle en el que no aparecieron figuras. ¿Venía algún enemigo?. Así mandó su ejército allá, pero en vez del enemigo capturron a una dulce cristiana con una lira de plata.

Ibrahim quiso poseerla, pero Aben Habuz la quiso para sí, pues estaba enamorado de su juvenil belleza. Ella no deseaba a ninguno de los dos viejos, pero se quedó en el reino de Aben Habuz.

El rey moro, empezó a gastarse todos los tesoros que le quedaban en ella, pero cuando la quería poseer, la cristiana empezaba a tocar su lira y el se dormía dulcemente.

Sus súbditos se sublevaron, pues no podían consentir que el rey se gastase su fortuna en ella y no parase de dormir. Aben Habuz pudo contener la sublevación, pero pidió al mago que hiciese algo para evitar esto, pues quería vivir en tranquilidad con la joven.

Ibrahim le propuso construir para él un paraíso que no fuese visible desde fuera y que no se pudiese entrar de no quererlo el que viviera allí. Aben Habuz fascinado aceptó. Tardó tres días en construirlo en una montaña de Granada, y puso una puerta grande con una mano y una llave.

A cambio, Aben Habuz le entregaría el primer animal y la carga que entrase por esa puerta. Al tercer día fueron Ibrahim, Aben Habuz y la joven cristiana cada uno en un caballo. Se pararon los tres a observar la puerta, y el corcel de la joven echó a andar y cruzó la puerta.Ibrahim dijo que la cristiana le pertenecía, Aben Habuz se negó, pero Ibrahim entró con su caballo y cerró la puerta.

Se dice que desde entonces todo el que se queda un momento delante de esa puerta oye la lira de la cristiana y se adormece como el rey moro. Hoy en día, en ese monte, se encuentra la Alhambra y allí se puede encontrar la puerta con la mano y la llave, esperando que alguien la abra antes de caer dormido...

sábado, 14 de febrero de 2009

El Ave, la Estrella azul y el Hombre que intentó alcanzarlas

Cuentan que una estrella, perdida en el universo, había dejado de brillar desde hacía mucho. El frío del espacio había cobrado su precio.Sin combustible, se dedicó a vagar por el infinito, en busca del calor perdido. A pesar de haberlo consumido casi por completo, la luz que desprendía, de un azul triste, era capaz de atravesar los corazones. Fue así que un día pasó por un planeta, tan parecido a ella desde el espacio, que decidió quedarse a pasar un tiempo en él. Se prometió no ver jamás el rostro de ninguno de sus habitantes, y no mostrar el suyo nunca. Lo único que haría sería elevar su tristeza en un canto eterno, inmortalizado en papel.

Cuentan que un ave de rostro adusto vigilaba la vida desde la montaña. Tenía fama de rapaz, depredadora, fría y sin corazón. Cientos de polluelos habían aprendido el arte de la caza, del buen decir, del volar alto y con elegancia, pero a pesar de la inmensa labor, el ave estaba sola... prefería estarlo. Hacía mucho tiempo había amado, había conocido las mieles de una sonrisa, la sal del llanto del corazón. Por ello, había jurado no amar más, pero el sabor amargo de sus nuevas lágrimas la preocupaban de vez en cuando. Ella pensaba que era normal, que debía habituarse.

Cuentan que un día, tanto la estrella azul como el ave adusta, supieron de la existencia, en tierras lejanas, de un lugar donde un hombre, aparentemente santo, se dedicaba a cuidar un jardín hermoso, lleno de color y aromas atrayentes. Ambas emprendieron un vuelo, cada una por su cuenta y en su propio tiempo, para investigar.

Al centro de un pequeño jardín, donde convivían el mar, la risa, el llanto, el dolor, el amor y el desamor, la hermandad y la tristeza, el pleito barato y la basura, todas ellas en forma de flor, encontraron al hombre.

Éste se dedicaba a recibir a quien quisiera visitar su jardín, explicándoles siempre las extremas bondades de las flores bellas, y las bondades escondidas, medicinales y alucinantes de las aparentemente feas.

Apenas escuchar las explicaciones de aquel hombre, ambas decidieron quedarse durante un tiempo indefinido. Ante su mirada atónita, el hombre les asignó un lugar en el jardín, las presentó con las demás flores, y les preguntó si querían ser flor o deseaban permanecer así.

El ave no contestó. Erizó sus plumas hermosas en señal de negativa, y dijo al hombre que prefería callar y esperar. La estrella, en cambio, sin una palabra, abrió sus brazos y de ellos se comenzaron a derramar todas aquellas tristezas que había acumulado durante eones.

El hombre, triste por ambas respuestas, se siguió dedicando a cuidar cada planta de su jardín, dedicándole todo su amor a cada una, fueran hermosas o aparentemente feas.

Sin embargo, el hombre se giraba de vez en cuando a mirar a sus dos nuevas visitantes. Una seguía observando, con gesto frío y mirada fija. La otra, continuaba desparramando sus tristezas.
El hombre se dedicó a coleccionar cada uno de los gestos del ave, y a recoger cada una de las tristezas del planeta. Un día, el ave de pronto alzó el vuelo y se alejó rumbo al este, volviendo al otro día, ante la mirada extrañada de todos los habitantes del jardín, con un poema entre las garras.

Posándose en un árbol leyó, y un rayo de luz atravesó el corazón del hombre. El poema, supo después, había sido compuesto para el maestro y padre del ave. Era un canto de tristeza por no tenerlo ya, pues el padre había muerto hacía tiempo, y el ave había acudido, como siempre, al llamado de la tumba natural de su siempre protector y guía padre.

El hombre pensó entonces:

"A pesar del rostro y de las garras afiladas, el ave es hermosa. Su plumaje es brillante, su cabeza orgullosa... y al abrir las alas, de gran envergadura, deja ver toda su magnificencia. El ave es buena. El ave ama. Amo al ave."

En otra ocasión, poco después de la llegada del planeta, éste arrojó entre sus tristezas una especial. Era un mensaje donde el planeta anunciaba la búsqueda de la felicidad, describía el perfil de los candidatos y esperaba algún día encontrar quien atendiera a su llamado.
El hombre pensó entonces:

"La estrella es hermosa. Su tristeza alcanza mi alma, pero no consigue enfriarla, a pesar de la escarcha. Sus tristezas pueden sanar. Si me dejara... No soy quizá quien busca, pero he de intentar darle algo de calor. Amo a la estrella, porque la estrella no tiene amor que le ame. Yo la amaré, porque el corazón me lo dicta así."

Y así el hombre se dedicó a alimentar al ave. Siempre le dedicaba su amor con el anhelo de hacer que el ave le regalara un poema más. Sin embargo el ave, aunque complaciente con la aparente necedad del hombre, apenas leía algún verso, apenas aventuraba palabra que no fuera de vigilancia, de complacencia o de contrariedad.

La estrella era diferente en cuanto a su forma de actuar. A veces parecía acercarse al hombre, brillar un poco más, dejar de producir escarcha... pero las pocas veces que algún adelanto se lograba, el hombre entonces era requerido por alguna de las plantas que había dejado abandonada, y que sin hablar, el hombre entendía que debía el cuidado a todas, y sobre todo, la atención y el amor total a aquellas que habían llegado al jardín antes que el ave y la estrella.

Entonces la estrella se retiraba, cada vez más apagada, tiritando de frío, y pocas veces abandonó el jardín. En las ocasiones que lo hizo, el hombre intentó siempre por todos los medios convencerla de que, si ella, el jardín no sería lo mismo.

Muchas veces el hombre logró su objetivo él solo, pero las últimas veces, sin que el hombre lo supiera, algunas de las flores del jardín, que veían el sufrir de la estrella, le cantaban y la arrullaban, pidiéndole que regresara.

La estrella, sea por el hombre o por las flores, siempre regresó.

Un día, el ave dio al hombre una probada de su enorme corazón, y el hombre quedó tan prendado, que comenzó a intentar aprender a volar. El ave, siempre cariñosa pero sin abandonar del todo su dureza, dio al hombre las primeras lecciones, y la más importante fue:

"Tú no eres ave, eres hombre. Sin embargo, podrás volar algún día, siempre y cuando tus objetivos en el firmamento sean claros, tus destinos sean precisos. Volar por volar e ir de nido en nido es peligroso. Hay cazadores que pueden dañarte, y puedes encontrar nidos que no puedas llenar, o que estén vacíos."

Fue así como entre ave y hombre se fue creando un vínculo de amor difícil, si no imposible, de romper.

Un día, el hombre, que se había pinchado el dedo hasta sangrar con una espina de una de las flores más bellas del jardín, sintió un dolor inmenso que le recorría el brazo y le congelaba el corazón.

Al sentir tal frío, acudió a la estrella y le pidió calmara la sensación de nieve dentro de su pecho.

El sabía que la estrella había sido descuidada muchas veces, y sabía que esta vez sería más difícil lograr una comunicación con ella. La estrella, sin embargo, miró al hombre con ojos piadosos, y le abrió de nuevo su corazón.

Ambos iniciaron una comunicación cada vez más bella. El hombre, que ya había aprendido a volar un poco, sintió la necesidad de saber de dónde venía la estrella, y la estrella señaló al sur.

"Allí está mi casa terrena", dijo. "En ella siempre encontrarás a una amiga."

"Pero yo quiero amarte", decía el hombre, cuyo corazón estaba ahora tibio y confortable. "Déjame que intente detener tu eterno penar por los fríos rincones del espacio."

Mas la estrella, como única repuesta, emprendió el vuelo hacia el sur, no sin antes decir al hombre:

"Si realmente lo deseas, algún día llegarás a mi hogar, donde tres pequeños luceros comparten mi existencia. Tanto ellos como yo te esperamos. Sé feliz."

Y se alejó sin decir más.

El hombre decidió aprender a volar mejor, para poder llegar al hogar de la estrella. Acudió con el ave por ayuda.

Sin embargo, el ave le dijo, con inmenso cariño:

"Te he enseñado cuanto un hombre como tú puede aprender. Vuela si gustas, sólo el corazón puede guiarte ahora. Ve, hijo mío, y encuentra a tu estrella, sea cual sea, pero sé feliz. Yo, no puedo hacer más que mirarte partir."

Cuenta entonces la leyenda que el hombre inició al fin, un día de diciembre, el vuelo hacia el hogar de la estrella azul. Hasta ahora, nadie sabe si logró llegar o no, si la estrella pudo al fin recuperar su combustible, si los tres luceros brillan en su firmamento o no.

Lo que cuentan unos pocos testigos, es que mientras el hombre emprendía el vuelo, un ave enorme y hermosa lo acompañaba en la distancia, vigilándolo de cuando en cuando, y advirtiéndole de los cazadores.

(Fernando Acevedo Osorio)

La Leyenda del Viento Enamorado

Cuenta la leyenda que hubo un día en que el viento, uno de tantos, cansado de vagar se encontró con el ser más bello que había visto.

Su cuerpo grácil y temeroso apenas se percibía desde las alturas, pero el movimiento suave y cadencioso atrajo al viento, que no tardó en acercarse un poco más.

"¿Quién es esta criatura que llama tanto mi atención? ¿Cómo es que no la había visto antes?", pensó el viento.

Era claro que no la hubiese detectado, pues los dominios de ese viento cubrían sólo parte del planeta, y rara vez frecuentaba a sus hermanos de otras latitudes.

Conforme se iba aproximando, suave y sigilosamente, iba descubriendo al ser en toda su belleza.

Su rostro era casi blanco, de labios rojos y carnosos. Sus piernas, a pesar de estar pisando terrenos nuevos, y por lo tanto vacilantes, caminaban seguros de un destino que el ser mismo había emprendido... pero eso el viento no lo supo, sino hasta después. El ser era nuevo en sus dominios, y el viento quería saber más acerca de él.

Su cuerpo era pequeño pero fuerte, y sus mejillas hermosas y sin seña de cansancio, a pesar de los desvelos, las tristezas y las soledades. Lo mismo eran los ojos, de color común oscuro, pero que tenían el extraño encantamiento de ser capaces de sonreir.

El viento, admirado por tanta belleza serena, quiso acercarse más, tanto que deseó ser hombre para poder tocar al ser.

Y fue tanto su deseo, que pronto se vio envuelto en una carrera loca, directamente hacia el rostro del objeto de su admiración, y sin poder detenerse un segundo más, fue a estrellar un beso en la mejilla derecha de aquella mujer (pues eso era el ser que el viento había encontrado), y anduvo todo el resto del día feliz, a pesar de su falta de forma, por haber podido demostrarle a la mujer cuánto la quería, lo que para él significaba.


Ya no estaría solo a partir de aquel día.

Jamás olvidaría que pudo también acariciar el cabello de la dama, y el recordatorio venturoso que guardó por algún tiempo fue el suave perfume de su amada, que esparció por aquellos, sus dominios, mientras su amor crecía.

Así fue como aquel viento visitó día con día a aquella mujer... pero algo extraño pasaba. Mientras más la visitaba, mientras más fuerza imprimía para lograr besar a la mujer, acariciarla y brindarle su frescura, la mujer se alejaba más de él. Incluso ese ser que tanto amaba llegó a esconderse en un
refugio para huir de sus embates amorosos.

El viento, entristecido, decidió calmar su ímpetu y averiguar qué era lo que tanto aterraba a la mujer. Se acerco de nuevo, sigilosamente, y escuchó hablar a su amada. No supo en aquel momento a quién se dirigía la mujer que lo había cautivado, pero cuentan que ese día llóvió, porque el viento derramó toda su tristeza al saber, por boca de su dama, que éste le producía un inmenso desazón, e incluso terror, conforme más impetuosas eran sus demostraciones amorosas.

Así anduvo el viento por muchos años, hasta que un día, con el alma tranquila, decidió visitar a esa mujer que tanto amó, con la firme convicción de no interferir más en su vida, de no amarla como lo había hecho, pues sabía que eso era un esfuerzo inútil.

La encontró sentada en el portal de su hogar, con la mirada puesta en el horizonte y el alma envuelta en un suspiro.

Decidió acercarse, con el corazón confundido por verla en ese estado de ensoñación, y en un susurro de brisa preguntó:

- ¿Qué tienes? ¿Por qué estás tan pensativa?

- Sueño con un hombre que de tierras lejanas me ha hablado de amor -, respondió la mujer.

- ¿Y tú lo amas de verdad? -, preguntó el viento, con el alma atribulada por aquella confesión.

- Le amo tanto que por él estaría dispuesta a dar la vida -, dijo la mujer embelesada en un suspiro.

El viento enloqueció de ira, y olvidando la promesa que él mismo se había hecho, se convirtió en furioso tornado y azotó regiones enteras, devastando todo cuanto se encontraba a su paso.

La mujer tuvo más temor del viento desde aquel día, y siempre que éste se presentaba corria y se arrojaba en las palabras dulces de su amado, los únicos brazos que la recibían y confortaban.

Entonces, ya pasado cierto tiempo, el viento pensó: "He de perdonar a la mujer. Mi furia seguirá existiendo, pero no es justo que haga daño a quien tanto amé. Me presentaré de nuevo y le concederé, como prueba de buena voluntad, un deseo que dure para siempre."

Así lo hizo el viento, y ante su asombro y dolor, recibió el deseo de la mujer:

- Viento, quiero que seas mi amigo y, como tal, vayas diariamente y le lleves mi voz, mis caricias y mis besos al hombre que amo. Eso es lo que te pido.

El viento, maldiciendo el momento en que se le ocurrió conceder un deseo a aquella mujer, le dijo con dolor:

- Mujer hermosa y serena, yo te amo y te amaré por siempre. Jamás de tu vida me alejaré, pero cumpliré con mi promesa. Sólo una cosa te pido a cambio: que, a pesar de mis furias y desplantes, no me tengas temor... al menos no como el que hasta ayer manifestaste. Sé que no te puedo amar como yo quisiera, pero por favor no me temas tanto. Jamás daño te haré.

La mujer entregó su amistad desde aquel día al viento, y a pesar del temor enorme que le producía ver los enojos de su amigo, siempre lo miró con nuevos ojos: los ojos del corazón de una amiga verdadera, que mira cómo el amigo que una vez la amó, desquita su impotencia sin llegar a dañarla.


El viento cumplió su misión por algún tiempo. Llevaba y traía los mensajes amorosos de la dama y el hombre cuyo corazón le había robado. Lo hacía con diligencia, y hasta en el momento de transmitir los besos y caricias de su amada al hombre aquel, el viento se comportaba como si ella misma lo besara y
acariciara.

Así fue hasta el día en que, cumpliendo su visita diaria, el viento se topó con una mujer de ojos rojizos por el llanto, el corazón detenido y la respiración entrecortada.

- ¿Qué pasa, mujer? ¿Por qué lloras así? -, preguntó el viento.

- Ha sido él, amigo mío, quien me ha arrancado el corazón.

- Vamos -, dijo el viento - ya han pasado por algunos pleitos sin mayor importancia. ¿Dónde está tu valentía? ¿Dónde tu coraje? ¿Dónde el amor que le tienes?

- Se ha terminado, amigo mío. Aquel que tanto amaba he dejado de existir para mi.

Y el viento, con su furia inaudita a punto de estallar y la decisión de ir y borrar de la faz de la tierra todo recuerdo de aquel hombre, tuvo que detenerse ante el ruego de aquella mujer, a quien había aprendido a respetar y querer como una amiga. Escuchó la sentencia de sus labios, y no dejó de sentir pena por aquel hombre, pues él sabía lo que significaba que esa mujer tuviera miedo... miedo de él.

- Amigo mío, prométeme que ya no llevarás a aquel que fue mi amado ni una brisa en mi nombre. Prométemelo, tú que sabes, tú que me ves deshecha en llanto y que escuchas, a través de tí mismo, los latidos apenas perceptibles de un corazón destrozado.

- Así lo haré, querida amiga -, contestó el viento. - Prométeme tú entonces que buscarás la felicidad donde siempre la has tenido, tan cerca de tí. ¡Vamos! Arriba esa cara, y déjame que seque, con una brisa de cariño, los últimos rastros de llanto de esas mejillas tuyas, que fue de lo primero que me enamoré.

La mujer se levantó, con mejor ánimo, y ofreció su cara al viento. Éste sopló dulcemente una brisa tibia, casi imperceptible, que no lastimó ni congeló las mejillas de su amiga, y se fue feliz de haberla acariciado de esa forma, sabiendo que, si bien su amor no sería nunca para él, sí lo serían los momentos en que ella, por el motivo que fuere, le pidiera de nuevo consuelo para su dolor, o refresco para el calor de verano.


Cuentan que el hombre que arrancó el corazón a la mujer, jamás volvió a recibir siquiera un soplo de aquel viento. Nunca más un beso delicado, jamás una caricia como las que su amada le enviaba volvió a sentir.

Hoy sólo le acompaña un viento seco, lleno de polvo o tierra, que le produce una extraña ensoñación de los días venturosos en que tuvo la dicha de compartir, con el viento, el amor más dulce y sereno que jamás había sentido.

(Fernando Acevedo Osorio)

viernes, 13 de febrero de 2009

La Estrella y la Dama

Cuenta la Leyenda que una estrella se desprendió del firmamento.

En su caída arrancó de sus entrañas un lamento; un grito agónico, ahora de ayuda, ahora de nostalgia… y el cielo empezó a llorar. Las nubes lo cubrieron y sus lágrimas inundaron la Tierra que aquella estrella pisó.

Convertida en Dama y Señora, perdida en su camino, sola y abatida, se debatía sobre qué camino seguir.

Parecía aquel mundo tan desconocido y tan lejano, que se encontraba perdida y, curiosamente, recordaba verlo desde sus alturas, no hace mucho, con envidia y celo por tenerlo. “¿Y ahora qué?”, se preguntaba. “Te extraño, Orión”, “ya no me acompañas, Sirio”, pensó mirando a su cielo protector… sola… y el cielo seguía llorando…

De rodillas en el suelo, empapada por la pena divina; la cara cubierta por sus pálidas manos; los ojos húmedos por el llanto contenido, sintió una mano firme sobre su hombro.

“Ven, acompáñame”, le dijo una voz. “Resguardémonos bajo aquel frondoso roble”.

Aún a sabiendas de que aquél podía no ser un lugar seguro en aquellos momentos difíciles, encaminó sus pasos hacia el árbol: la cabeza gacha, los pasos dudosos, pero la mano apretada por la de aquel joven.


Bajo aquel roble por primera vez sus miradas se encontraron. Y lo supo: el destino, el sentido de su pasado, el por qué de su presente; los pasos hacia su futuro; y por un momento recobró aquel anhelo juvenil que parecía retenido por las aterradoras fauces de antigüas tristezas.

… y el cielo se abrió… los rayos de Sol dibujaron un paraíso de sueños, y su pelo brilló dorado, como en aquellos días en que no eran cabellos sino brazos de luz que alumbraban al mundo. Ya no brillarían sólo por todos; ya no lucirían sólo para darle paz y calor a quienes a su alrededor parecían disfrutar de la vida. Aquella energía que un día irradiaba su estrella jamás se había perdido. Siempre había estado ahí, esperando, oculta en el rincón más remoto para volver a cegar con su sonrisa esperanzada.

Difuminados por el rocío de la hierba mojada, sus siluetas comenzaron a desaparecer entre las últimas luces del día, y del roble, la estrella caída y el joven sólo quedaron la mágica historia que los lugareños se contaban de padres a hijos.

Desde entonces, esos mismos lugareños cuentan que cuando llueve sobre la Tierra, el cielo llora por otra estrella caída, pero aquel preciso lugar en que un día un roble ofreció su cobijo siempre permanecía seco.

Cuenta la leyenda que desde entonces dos estrellas brillan entre las nubes despejando el camino de la luz, siempre con sus sonrisas puestas.

(De la Web: Sobre Relatos)

jueves, 12 de febrero de 2009

Una rosa en la tumba de Homero

En todos los cantos de Oriente suena el amor del ruiseñor por la rosa; en las noches silenciosas y cuajadas de estrellas, el alado cantor dedica una serenata a la fragante reina de las flores.

No lejos de Esmirna, bajo los altos plátanos adonde el mercader guía sus cargados camellos, que levantan altivos el largo cuello y caminan pesadamente sobre una tierra sagrada, vi un rosal florido; palomas torcaces revoloteaban entre las ramas de los corpulentos árboles, y sus alas, al resbalar sobre ellas los oblicuos rayos del sol, despedían un brillo como de madreperla.

Tenía el rosal una flor más bella que todas las demás, y a ella le cantaba el ruiseñor su cuita amorosa; pero la rosa permanecía callada; ni una gota de rocío se veía en sus pétalos, como una lágrima de compasión; inclinaba la rama sobre unas grandes piedras.

-Aquí reposa el más grande de los cantores -dijo la rosa-. Quiero perfumar su tumba, esparcir sobre ella mis hojas cuando la tempestad me deshoje. El cantor de la Ilíada se tornó tierra, en esta tierra de la que yo he brotado. Yo, rosa de la tumba de Homero, soy demasiado sagrada para florecer sólo para un pobre ruiseñor.

Y el ruiseñor siguió cantando hasta morir.

Llegó el camellero, con sus cargados animales y sus negros esclavos; su hijito encontró el pájaro muerto, y lo enterró en la misma sepultura del gran Homero; la rosa temblaba al viento. Vino la noche, la flor cerró su cáliz y soñó:

Era un día magnífico, de sol radiante; se acercaba un tropel de extranjeros, de francos, que iban en peregrinación a la tumba de Homero. Entre ellos iba un cantor del Norte, de la patria de las nieblas y las auroras boreales. Cogió la rosa, la comprimió entre las páginas de un libro y se la llevó consigo a otra parte del mundo a su lejana tierra. La rosa se marchitó de pena en su estrecha prisión del libro, hasta que el hombre, ya en su patria, lo abrió y exclamó: «¡Es una rosa de la tumba de Homero!».

Tal fue el sueño de la flor, y al despertar tembló al contacto del viento, y una gota de rocío desprendida de sus hojas fue a caer sobre la tumba del cantor. Salió el sol, y la rosa brilló más que antes; el día era tórrido, propio de la calurosa Asia. Se oyeron pasos, se acercaron extranjeros francos, como aquellos que la flor viera en sueños, y entre ellos venía un poeta del Norte que cortó la rosa y, dándole un beso, se la llevó a la patria de las nieblas y de las auroras boreales.

Como una momia reposa ahora el cadáver de la flor en su Ilíada, y, como en un sueño, lo oye abrir el libro y decir: «¡He aquí una rosa de la tumba de Homero!»

(Hans Christian Andersen)

miércoles, 11 de febrero de 2009

La Bella Durmiente


Cuentan los antiguos pobladores que un joven llamado Cuynac, atravesando la selva de Huánuco se encontró con una joven, que era la princesa Nunash. Los dos llegaron a enamorarse desde la primera vez que cruzaron sus miradas, y Cuynac construyó una mansión cercana a Pachas, a la cual le puso el nombre de Cuynash en honor de su amada.

La pareja vivió feliz por un tiempo rodeado de servidores y vasallos, pero esta felicidad llegaría a durar muy poco, pues se vio truncada por la oposición de Amaru, el padre de la princesa.

Un día llegó Amaru convertido en un monstruo gigantesco con forma de culebra de cinco cabezas de fuego, e intentó acabar con la vida de su yerno y de su hija, a quienes acusaba de traición. Cuynac, también dotado de poderes sobrenaturales, convirtió a la princesa en mariposa y sí mismo en piedra para no ser atacados por el monstruo, a pesar de conocer la desgracia que trae usar la magia en beneficio propio.

La princesa se valió de su nuevo estado para ir a la selva a buscar ayuda, consiguiendo así vencer al monstruo gracias a los animales del bosque que también habían sufrido durante años la ira de Amaru y clamaban justicia.

Una vez vencido el monstruo, la princesa logró retornar a su estado normal, pero Cuynac no pudo y siguió transformado en roca. Nunash, la princesa buscó al príncipe, y cansada de hacerlo se sentó en una piedra sin darse cuenta de que ya había encontrado a su amado.

Mientras ella dormía escuchó la voz del príncipe que le decía:

-“Amada ya no me busques los dioses han complacido mi deseo ahora soy solo una piedra destinada a permanecer en este estado para siempre, si tú me quieres todavía permanece a mi lado toda la vida en este cerro, y que en las noches de luna se note ante la mirada de la gente como mujer dormida” .

La princesa aceptó la propuesta de su amado y quedó convertida en piedra, lo que hoy es la figura de la bella durmiente. Las noches de luna, los habitantes de la zona pueden contemplar la imagen de una montaña que parece asemejar a una bellísima mujer dormida de largo cabello negro.

(Leyenda Inca)

martes, 10 de febrero de 2009

El Hombre Pez


Cuando vio llegar el barco fantasma, Tino supo que era un mal presagio. Sabía lo que sucedía cuando una enfermedad hacía presa en una tripulación. Por eso hacía tiempo que había renunciado a enrolarse en los barcos de largo recorrido. Hacer la ruta de las colonias podía significar mucho dinero para un marino, pero no le importaba tanto el dinero. Sin embargo recordaba muy bien el hacinamiento, la comida escasa y medio podrida, los latigazos y las enfermedades. Por eso viajaba en su barco ligero de vela, moviéndose por rutas de cabotaje, dónde el viento y la marea lo llevasen.

Aquella embarcación a medio camino entre una barca y un navío, de extraña forma y que podía ser tripulada por una sola persona, resultaba siempre extraña para los demás. Estaba hecha según la tradición de su pueblo. Su isla había sido devastada por un volcán cuando él era muy joven. Lo único que le quedaba de su tierra eran los recuerdos.

En realidad Tino no era su nombre. Su nombre resultaba impronunciable para las gentes de Mesalia, así que lo habían rebautizado como Tino. En cada lugar en el que se había quedado lo suficiente como para necesitar un nombre lo habían llamado con un nombre distinto. No le importaba mucho.

Tino era y sería siempre un extranjero allá dónde fuese. De extrañas costumbres y lengua desconocida, siempre sabía dónde buscar los peces, si venía calma o tormenta o en que dirección iban las corrientes. Conocía el mar como la palma de su mano. Eso creaba admiración y envidia entre los demás pescadores, pues a eso se dedicaba.

Pero lo que más les asombraba es que Tino podía “caminar en el agua”, es decir, sabía nadar. La primera vez que lo vieron nadar fue cuando rescató a un niño que había caído al mar. Se quedaron admirados, ese día fue un héroe. Pero no les parecía natural, las personas no están hechas para ir por el agua, les parecía una habilidad casi maléfica. Muchos lo llamaban con un mote malicioso: el hombre pez.

Tino se había quedado en Mesalia por la hija pequeña del boticario. Cuando la vio un día caminando por la playa se quedó prendado de ella. A ella le gustaba pasear por la playa y admirar el mar. Tino no dudó en acercarse y hablarle. Ella enseguida se sintió atraída por el muchacho. Le gustaba su acento exótico, el halo de misterio que lo rodeaba y las cosas que le contaba sobre lugares lejanos. Pronto nació un amor profundo y clandestino, que como todo secreto, conocía todo el mundo excepto el padre de la joven.

Ella le decía a él que sus cabellos olían a mar, y él le contaba cosas sobre su patria perdida, que en su mente se volvía cada vez más maravillosa, como un paraíso perfecto del que hubiese sido expulsado para siempre. Ambos veían juntos el atardecer sentados en la arena y la luna los sorprendía haciendo planes para huir juntos y navegar libres.

Cuando los horrores de la peste se desataron sobre Mesalia, Tino propuso que de verdad se marchasen. Pero ella no era capaz de abandonar a su padre y a su familia en aquellas circunstancias. Él entonces descubrió que no podía abandonarla a ella, a pesar de que su instinto le empujaba a marcharse. Cuando sitiaron la ciudad y destrozaron los barcos decidió que su destino quedaría unido al de la muchacha. Pero una mañana ella y toda su familia aparecieron muertos. El dolor golpeo a Tino, que no veía más que horror y muerte a su alrededor. Ya nada le unía aquella ciudad maldita. Caminó hasta la playa y entró en el agua.

Los que lo vieron aseguraron que se adentró en el horizonte hasta que el mar lo engulló. Corrió el rumor de que era un habitante del pueblo del mar y volvía a las profundidades de las que un día salió, huyendo de las pestilencias que había sobre la tierra. Quién sabe, tal vez tenía el corazón roto y se dejó morir a manos de su otro amor.

O simplemente salió de Mesalia nadando.
(Fuente: efimero)

domingo, 1 de febrero de 2009

El Hada Mélusine


Él era rey de Escocia. Élinas era su nombre. Sobre un páramo nublado, un día conoció a un hada cuyos ojos eran de un fuego suave. El rey enamorado de ella al instante le preguntó:

-¿Quién eres?

-Me llaman Pressina.

Ella era viva y frágil, como un sol en la lluvia. El rey Élinas la cogió de la mano y le pidió ser desposado con ella.

En la noche de bodas Pressina tuvo una visión de su futuro:

-Traeré tres niñas al mundo. Prométeme que no las verás hasta su séptimo mes. Si tú descubres antes de tiempo el velo de su cuna, la desgracia caerá sobre nosotras. El rey dio su palabra y así tres hermanas gemelas nacieron. Una fue nombrada Mélior, la segunda Palatine y la tercera Mélusine.

Cuando llegó el cuarto día,Élinas no pudo contener su impaciencia por conocer a sus hijas y, olvidando la advertencia de su mujer,fue a la habitación a visitar a sus tres hijas. Pressina las bañaba desnudas en tres barreños de plata. Cuando vio entrar al rey:

-¡Adiós esposo mío!Fueron sus únicas palabras y entonces ella y las tres niñes desaparecieron. El viento abrió la ventana, Pressina tomó a las tres hermanas en una toalla roja y con ellas voló, diluyéndose en las nubes que rondaban sobre el océano próximo al palacio y se posó entre olas sobre una roca negra y azul. Allí crió a sus hijas.

No hubo un solo día que no maldijera a Élinas, ese rey sin fe ni palabra.
Mélusine, la hija menor creció en la ira contra su padre. Y así, una mañana,voló sobre el mar hasta la tierra de Escocia, hechizó en secreto al viejo rey en su castillo, ató sus pies y puños con una cuerda, lo encerró en un portón infranqueable y regresó a la isla perdida sobre un carro de nubes.

- Madre yo te he vengado- le contó a Pressina.

Y Pressina le respondió:

-¡Caiga la vergüenza sobre ti, insensata! Yo amaba a tu padre Élinas, a pesar del mal que me hizo. Yo te desprecio y te maldigo: desde el rostro a la cintura tu serás mujer para siempre, pero desde la cintura hasta el dedo gordo del pie, todos los séptimos días de cada semana tú serás una serpiente femenina. Y si te llega el amor de un hombre, tu le exigirás que en los momentos de tus misterios, él no entre en tu habitación. Y si él faltara a su palabra tú conocerás el exilio y la soledad lejos del calor de la vida.

Mélusine se fue a Poitou, a Coulombiers donde había un bosque. Entre los árboles y los matorrales, los ciervos, los lobos y los pájaros, ella sobrevivió humildemente.
Una mañana en la que se bañaba en la fuente del Cé, un caballo llegó hasta ella bajo el follaje reluciente. Raymond de Lusignan era el nombre del caballero que lo montaba. Él al descubrirla, quedó enamorado al instante. Ella se ruborizó y sonrió bajo su mirada. Y aquella misma tarde bajo los árboles quedaron prometidos. Llegó el día de sellar el compromiso de matrimonio y ella le puso una condición a su amado:

- Raymond, una vez a la semana yo me ocultaré de vos. Y no entrarás en mi habitación bajo ninguna excusa. Permanecerás lejos de mí, si no quieres perderme para siempre.

- Mélusine, yo no entraré en vuestra habitación secreta así me lo pidan el cielo o el infierno.

La felicidad perduró entre ellos diez años sin tropiezos. Para su esposo Mélusine hizo construir a su gente (gnomos, duendes y diablos buenos) el castillo de Lusignan y la torre de San Nicolás en el puerto de La Rochelle y mil casas en Santos y otras en Châtelaillon. Ella dio a luz sin dificultad a diez hijos vigorosos. Cada uno de ellos estaba marcado de aquella extraña manera. Una garra de león adornaba la mejilla del más joven, el mayor tenía un ojo rojo y otro verde como el agua, el tercero tenía un lobo tatuado en el dorso y otro en la oreja derecha parecido a la de un perro.

Un día de lluvia persistente e intensa Raymond pensó:

-Amada mía, ¿quién eres tú en verdad para haber dado a luz a estos niños sin
igual?¿Qué haces pues en secreto, el día que tu vives sin mí?¿Acaso me traicionas con otros?

Él se fue hasta su habitación, entreabrió la puerta, arriesgó y asomó la mitad de un ojo, vio en su bañera redonda a Mélusine aseándose, con la frente ceñida en un hilo de plata, con la garganta estirada y tiesa, los hombros relucientes, vio también su cintura tomada por su larga cola de serpiente enroscada en el agua transparente.
Un grito le vino a sus labios, Mélusine se estremeció, Raymond no vio nada más, no escuchó más que este lamento:

-¡Esposo mío, oh, esposo mío!Nunca volveremos a cruzar nuestras miradas... Y diciendo esto desapareció como el humo.

Nadie la volvió a ver jamás en las salas del castillo ni en el bosque de los alrededores. Ella permaneció sin embargo fiel a su esposo y a sus hijos, presente sin cesar en ellos como la voz de su alma.

Durante mucho tiempo ella volvió a llorar sobre los tejados del castillo Luisgnan, en los días difíciles de su vida.

Todo pasa, nada permanece: ni llantos, ni risas de hadas... El lecho de sus sueños está deshecho.

-"¿Dónde te fuiste Mélusine?". Es el lamento que se oye en los fríos corredizos... Dicen que el alma errante de Raymond sigue vagando por el castillo las noches de luna llena en busca de su amada...

Urashima y su Viaje al Fondo del Mar


Urashima vivió, hace cientos y cientos de años, en una de las islas situadas al oeste del archipiélago japonés. Era el único hijo de un matrimonio de pescadores. Una red y una barquichuela constituían toda su fortuna. Sin embargo, el matrimonio veía compensada su pobreza con la bondad de su hijo Urashima. Y sucedió que cierto día el muchacho caminaba por una de las calles de la aldea, cuando de pronto vio a unos cuantos chiquillos que maltrataban a una enorme tortuga. De seguir de aquel modo mucho tiempo hubieran acabado por matarla y Urashima decidió impedirlo. Se dirigió a los chicos, y, reprendiéndoles por su mala acción, les quitó la tortuga. Cuando la tuvo en sus manos pensó dejarla en libertad y para ello fue hacía la playa. Una vez allí la llevó a la orilla y la dejó en el mar. Vio como la tortuga se alejaba poco a poco y cuando la perdió de vista Urashima regresó a su casa orgulloso de haberla salvado. Sentía una gran satisfacción por haber librado al animal de sus pequeños verdugos. Transcurrió algún tiempo desde aquel día.

Una mañana, el muchacho se fue a pescar. Tomó el camino que conducía a la playa y cuando llegó puso la barca en el agua, se montó en ella y remó mar adentro. Llevaba largo rato remando y por momentos perdió de vista la orilla; decidió echar al agua su red y cuando tiró para sacarla hacia fuera notó que le pesaba más que de costumbre. Cuando logró levantarla, con gran sorpresa, vio que dentro de la red estaba la tortuga que él mismo echó al mar, la cual, dirigiéndose a él, le dijo que el rey de los mares, que había visto su buen corazón, la enviaba para conducirle a su palacio y casarle con su hija, la princesa Otohime. A Urashima le entusiasmaban las aventuras y accedió muy gustoso, aunque la incertidumbre no dejaba de merodearle en su cabeza. Juntos, la tortuga y Urashima, se fueron mar adentro hasta que llegaron a Riugú, la ciudad del reino del mar. Era maravillosa. Sus casas eran de esmeralda y los tejidos de oro; el suelo estaba cubierto de perlas y grandes árboles de coral que daban sombra a los jardines; sus hojas eran de nácar y sus frutos de las más bellas pedrerías.

Hacia los asombrados ojos de Urashima, avanzaba una hermosísima doncella: era Otohime, la hija del rey del mar. Le recibió como a un esposo y juntos vivieron varios días en una completa felicidad. Todos colmaban al pescador de todo género de atenciones, y entre tanta delicia, Urashima no sintió que el tiempo pasaba. No podía precisar desde cuándo estaba allí. ¿Para qué iba a querer saberlo? No debía importarle. La vida en aquel maravilloso lugar le parecía inmejorable; nunca pudo soñar nada semejante. Y cuando más feliz estaba, sucedió que un día se acordó de sus padres. ¿Qué sería de ellos? Sin duda sufrirían mucho sin saber lo que había sido de él. Y desde aquel momento la tristeza se apoderó de todo su ser. Nada lograba distraerle; ya no encontraba aquel lugar tan encantador y hasta le pareció menos bello. Sólo deseaba una cosa: volver junto a sus queridos padres. Y así se lo comunicó una mañana a su esposa, cuando ésta procuraba por todos los medios averiguar la causa de su pena. Al decirle Urashima lo que quería, Otohime se entristeció; procuró convencerle de que se quedara junto a ella, pero nada cambió su decisión, ni siquiera el amor que ambos habían cultivado juntos todo ese largo tiempo. El pescador estaba firme en su propósito. Así, pues, Otohime prometió devolverle a la aldea y con un lucido cortejo le acompañó hasta la playa. Cuando al fin llegaron, la princesa entregó a Urashima una pequeña caja de laca, atada con un cordón de seda. Le recomendó que, si quería volver a verla, nunca la abriese. Después se despidió de él y con su acompañamiento se internó en el mar.

Pronto Urashima la perdió de vista. Con la cajita en sus manos, miraba fijamente a las aguas. Así estuvo algún tiempo y después recorrió la playa con la esperanza de ver de nuevo a su padres. De nuevo estaba en su pueblecito. Las mismas arenas, las rocas de siempre, el mismo sitio donde de pequeño tantas veces había ido a jugar. Le parecía que su vida en la cuidad del mar había sido un sueño. "¡Qué lejos todo aquello!" pensó. Entonces encaminó sus pasos hacia su casa, pero cuando entró en la aldea no supo por dónde tirar. La encontraba completamente cambiada, no la reconocía. Las casas eran más grandes que antaño, con tejados de pizarra que sustituían a los de paja, todo era diferente. La gente se vestía con vistosos quimonos bordados. Parecía otro lugar. Y, sin embargo, era su pueblo, estaba convencido de ello. La misma playa, las mismas montañas, sólo las casas y la gente habían cambiado. Entonces decidió preguntar a unos muchachos dónde se encontraba la casa del pescador Urashima, puesto que éste era también el nombre de su padre. Los muchachos no supieron responderle, no conocían a tal pescador. Entró en un comercio e hizo la misma pregunta al dueño, pero éste le dijo lo mismo que los chicos, "nunca habían oído hablar de tal pescador". Entonces pensó que quizás tampoco era cierto el hecho de que su padre de siempre le transmitió que un anciano legendario del pueblo era el que creía conocer a todos los habitantes de la pequeña aldea. En esto quizás sí acertó su padre, porque al pasar por allí un hombre que debía de tener muchos años, a juzgar por su apariencia, dijo con voz tenue que él sabía mil historietas antiguas del pueblo y conocía las vidas de sus antiguos habitantes. Urashima se dirigió a él, por indicación del dueño de la tienda y le preguntó dónde estaba la casa del pescador Urashima. El viejo no contestó, se quedó un momento pensativo, y al cabo de un rato reaccionó diciendo.

-Casi lo había olvidado, hijo. Han pasado más de cien años desde que murió el matrimonio. Su único hijo cuenta la leyenda que un día salió a pescar y que a partir de entonces nadie volvió a saber lo que le sucedió al pequeño.

Urashima empezó a comprender. Mientras vivió en la ciudad del mar había perdido la noción del tiempo. Lo que le habían parecido sólo unos cuantos días en realidad habían sido más de cien años. No supo qué hacer. Se encontraba completamente solo en un pueblo que, aunque era el suyo, le era total y en absoluto extraño. Entonces se dirigió a la playa de nuevo, añoraba, ahora, y comprendía, entonces, el poco amor que le quedó por descubrir y prometió volver al encuentro con la princesa Otohime.Pero pensó "¿Cómo puedo llegar hasta ella?"

En su precipitación por ver a sus padres olvidó cuándo se despidieron. También preguntarle de qué medio se valdría para volver a verla. Y de pronto recordó la cajita que tenía entre sus manos. Se olvidó de que no debía abrirla y pensó que haciéndolo quizá pudiera ir junto a Otohime. Desató sus cordones y la destapó, abriéndola por completo. Al instante salió de ella una nubecilla que se fué elevando, elevando, hasta perderse de vista. En vano Urashima intentó alcanzarla. Entonces recordó la recomendación de la princesa, su atolondramiento le había dejado en blanco. Ya no volvería a verla. Sintió, pues, que sus fuerzas le abandonaban, que sus cabellos encanecían, que su rostro se marcaba de innumerables arrugas, haciendo de su piel una suave tela; su corazón cesó poco a poco hasta que dejó de latir, hasta que al fin cayó al suelo precipitadamente, con la mirada perdida en el firmamento. Cuando a la mañana siguiente fueron los muchachos a bañarse, vieron tendido en la arena a un hombre decrépito, sin vida. Era Urashima que había muerto de viejo.

La Khantuta


Sentado en una oquedad andina, el dios menor Cuurmi, Arco Iris, lamentábase de su suerte. Soslayando su pena, lanzaba a los vientos, rato a rato, su liwiña tricolor, que formando una gigantesca parábola iba a tocar la cúspide opuesta. Así mataba su tiempo; luego, cansado de su juego y de espectar la belleza que él mismo irradiaba, nuevamente recogía su liwiña para seguir rumiando su tristeza.

-Es sin objeto la belleza que dura sólo instantes. ¿De qué sirve que yo sea el poseedor de todos los colores? ¿Por qué debo retenerlos en mí? ¡Oh! triste suerte del Dios joven, cuya belleza es como un fuego fatuo. ¡Oh, padre Wiracocha, permite que este manantial guardado en mí, aquiete los afanes de belleza, que son sed de amor en esos pobres seres, tus mortales criaturas!

El Dios Kjunu, dios de las nieves -venerable entre los dioses por su edad- vestido de alba yacolla desde lejos escuchaba los lamentos, y nada podía hacer para consolar al joven dios.

Cuurmi lanzaba nuevamente su liwiña para después sumergirse en el sopor de su tristeza.

-¡Oh, dolor de fuego que enciendes mis entrañas! ¿Por qué debe morir en mí lo que puedo compartir con los humanos?

Y el venerable Kjunu ensombreció el horizonte con su aliento para que las quejas del dios joven no enturbiaran su corazón.

En la espesura de algunos valles del dilatado Kollasuyo, crece una planta, cuyas flores, campánulas blancas, en cierta época del año, al roce de un ligero vientecillo, hacen vibrar sus estambres y pistilos, tan intensamente que tañen melodías de singular belleza. Los aborígenes la llaman Khantu y le atribuyen poderes inspiradores para los músicos que se acercan a aspirar su fragancia.

Wiracocha, padre de los dioses, escuchó las lamentaciones del dios joven, se dolió hondo y buscó la manera de amenguar la tristeza de Cuurmi. Lo llamó, severo, y le recriminó:

-Tus afanes, son impropios de tu calidad. Sólo el hombre, mísero mortal, vive y muere transido de eternidad. Tú eres progenie de dioses. ¡Los dioses son eternos como efímeros son los hombres! He escuchado tus lamentaciones y como padre tuyo he hecho mía tu desesperanza. Escucha Cuurmi, joven impetuoso e impaciente, a Khantu la bella flor, inmaculada y virgen que vive en los bajíos del Kollasuyo, la desposarás cuando mamá Pfajsi, madre Luna, se encuentre en el cenit.

Cuurmi obedeció a su padre y en una noche de luna, translúcido de palidez y tembloroso de amor, atrajo a su pecho a Khantu. Aspiró profundamente su fragancia y ella, la campánula alba, se impregnó de los colores de Cuurni. Del raro acoplamiento germinó una hermosa flor con los tres colores del Arco Iris: rojo, amarillo y verde.

Wiracocha, pleno de dicha, observó su milagro, y ordenó a Huara-tata, dios de los vientos, que esparciera por los cuatro horizontes del Kollasuyo la semilla de Khantu, para que así Cuurmi cumpliera su deseo de eternizarse en la tierra.

Ésta es la leyenda de la Khantuta, flor imperial para los incas, y símbolo patrio de la República de Bolivia.

(Del libro Brujerías, tradiciones y leyendas, de Antonio Paredes Candia)

Las Cataratas de Iguazú

A orillas del Iguazú tenían sus poblados los indios caigangues que vivían felices en las fértiles tierras bañadas por el río en dónde habitaba el dios Mboi, hijo de Tupá. Este dios que tenía aspecto de monstruosa serpiente, sólo les exigía como pago por su protección que una vez al año le fuera entregada una bella joven que debía de ser arrojada al río para que viviera solamente para su culto.

Esta ceremonia era muy importante para la aldea y por eso, el día señalado para la ofrenda, se celebraba una gran fiesta a la que eran invitadas las tribus vecinas. Un año fue elegida para el sacrificio la hija de Igobi, el cacique de la aldea, una hermosa joven llamada Naipí de la que se decía que cuando se asomaba al río éste se detenía para contemplar su belleza, quizás por eso Mboi estaba tan satisfecho con la ofrenda. Pero las cosas se iban a complicar un poco pues al frente de una de las tribus invitadas llegó un apuesto muchacho llamado Tarobá que al ver a la joven quedó prendado de su belleza hasta el punto de que decidió hablar con el padre de Naipí y con los ancianos de la tribu para salvar a la joven. Pero éstos no se dejaron convencer, la ofrenda era digna del dios y sería entregada.

Tarobá no se rindió y pensó que sólo la podría salvar si la raptaba, así que esperó a que la fiesta estuviera en su momento mas intenso y mientas el hechicero y los caciques bebían cauim (bebida hecha con mandioca o maíz fermentado) y los guerreros danzaban, él tomó a Naipí de la mano y la condujo a una canoa que tenía preparada en el río. Nadie se dio cuenta de la desaparición de la pareja, nadie excepto Mboi, que desde el río observaba la fiesta en la que le sería ofrecida la joven.

Tarobá impulsaba la canoa río abajo ayudado por la corriente, pero Mboi que estaba furioso comenzó a perseguirlos y su cólera fue tal que penetró en las profundidades de la tierra logrando que el curso de río se rompiera en dos partes, una se elevó a gran altura y la otra se hundió produciendo que el agua al caer formara una gran catarata que arrastró la canoa en donde viajaban los enamorados.

Pero esto no suavizó la furia de Mboi, no le bastaba con que ambos murieran, deseaba para ellos un gran castigo que durara eternamente, así que transformó a Tarobá en un árbol que nació inclinado sobre las aguas como queriendo alcanza a Naipí que a su vez fue convertida en una roca situada en el centro del río justo en el lugar en donde cae con más fuerza el agua de la cascada, luego él se adentró en una gran cueva para poder vigilarlos e impedir que se unieran de alguna manera.

Pero la fuerza del amor siempre intenta que dos corazones que se aman puedan en algún momento unirse y por eso, en días en que el sol luce con intensidad, surge un arco iris que enlaza al árbol con la roca permitiendo que durante un momento los amantes se encuentren a pesar de la oposición de Mboi.

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